"Calculo que sería en torno a 1944 o 1945, tendría yo diez u once años -nací en 1934- cuando asistí a la muerte de un chaval a consecuencia del hambre. El hecho me marcó para toda la vida, y hoy lo recuerdo como si lo estuviera viendo. Desde entonces, para mí un muerto de hambre no es ni un dato de la historia remota ni la metáfora que define a un pobre. La muerte por hambre es lo más triste que se pueda contemplar en este mundo, la imagen de un ser humano que se extingue ante tus ojos porque otros seres humanos le han negado un bocado de pan y su vida se apaga en silencio sin apenas darte cuenta. La muerte por hambre es el reflejo más cruel de la desigualdad y la injusticia".
Paco Bejarano tiene 88 años, suficientes para haber visto muchas cosas, y una memoria prodigiosa para poder contarlas. Nació y creció en Fuentes, emigró a Alemania, Francia -le cogió en París el Mayo francés- y Barcelona. Militó en el PCE de la clandestinidad. Ahora recuerda aquí uno de los episodios más tristes de su vida:
"Ocurrió en la calle la Huerta. Era por la mañana. Entre las calles el Bolo y los corrales de la calle el Bolo, ahora llamada Calvario, había un chico de unos doce años sentado en la acera, completamente desnudo y doblado sobre sí mismo. Ninguno de los testigos que estábamos presentes supimos lo que pasaba hasta que ya fue demasiado tarde. Había entonces allí un veterinario, con puerta hacia los corrales, que después fue alcalde de Fuentes. En aquel lugar abrió más tarde el bar Herradura, más tarde una discoteca y finalmente el restaurante El Montañés. En aquel tiempo acababan las casas a esa altura de la calle la Huerta y todo lo que venía detrás eran campos y escombreras.
El muchacho estaba sentado en la acera con los codos sobre las rodillas y los puños contra los carrillos sosteniéndose el peso de la cabeza en actitud reconcentrada. Yo vivía entonces en la calle Nueva y andaba por causalidad en la calle la Huerta con otros chavales de mi edad. No conocía al vecindario de aquella calle, por lo que ignoro si el chico pertenecía a alguna de las familias de aquella parte de Fuentes. Los vecinos andaban a sus cosas, sin prestarle ninguna atención a la tragedia que vivía aquel muchacho solidario, cuya pobreza debía de ser absoluta porque no tenía ni siquiera un taparrabos. Tan delgado que era puro hueso y pellejo, se había quedado allí sentado en la acera, posiblemente porque no le quedaban fuerzas para seguir adelante.
En aquellos años España pasaba por uno de los episodios más tristes y pobres de la historia del siglo XX, recién salida de la guerra causada por un militar, Francisco Franco, que no dudó en desencadenar una descomunal masacre entre hermanos, y la posterior hambruna, en aras de sostener los privilegios sin tasa de la oligarquía terrateniente y de una Iglesia, la española, que debería figurar en la historia de la humanidad como la casta más despiadada de los anales del cristianismo. La década inaugurada en 1940 fue conocida como “los años del hambre”. Del hambre y del miedo. Había en Fuentes cientos de familias que no tenían ni un mendrugo que echarse a la boca.
A partir de 1940 las sequías se sucedieron una tras otra como si fuesen una maldición bíblica, como un castigo por el dolor causado durante los tres años que duró la guerra de 1936-39. El año 1945 no cayó una gota de agua y los campos se negaron a dar cosecha alguna. Los alimentos básicos estaban racionados, pero las raciones, cuando las había, no daban para alimentar a las muchas bocas que había en las viviendas. Sólo algunas casas pudientes de Fuentes se libraron de la tenebrosa visita del hambre. En mi casa no faltó un plato diario, aunque muchos días estaba compuesto únicamente por una sopa de tomate migada con el pan que nos facilitaban los abuelos. El pan, el aceite y los tomates de la abuela Pepa Vázquez nos salvaron la vida. El pan había que comerlo de puertas adentro para que los vecinos no vieran que teníamos y ellos no.
Al hambre de la escasez de alimentos había que unir el hambre de las familias que estaban “castigadas” por no haber mostrado suficiente entusiasmo con el régimen de Franco. Los que se opusieron al franquismo habían sido directamente “liquidados” o encarcelados. Algunas personas tiraban de noche comida por encima de una pared a una familia que sufría el aislamiento social como “castigo” por no ser lo bastante fascista. El franquismo repartió con saña muerte y castigos a sus adversarios y favores y privilegios a sus acólitos.
En la calle la Huerta estábamos unos pocos chavales cuando nos llamó la atención aquel muchacho ovillado. Ninguno de nosotros nos habíamos percatado de su llegada. Puede que llevara allí horas o puede que sólo minutos. Lo miramos y descubrimos que poco a poco se iba doblando hacia un lado hasta quedar tendido, acurrucado como si tuviera un frío glacial. Fue como si se hubiera dormido en medio de un silencio que, visto desde el tiempo, me parece infinito. Durante los minutos que estuvo el chico tendido ante nuestros ojos quedaron en silencio las ruedas de los carros y los martillos de los herradores. El mundo se detuvo por un momento, no sabría decir si durante segundos o durante minutos. Después vino el revuelo, oímos gritos y vimos a hombres y mujeres salir de las casas para agolparse a mirar al desconocido, ya sin vida.
No supe nada más de aquella persona. Ignoro si era de Fuentes o forastero. Es probable que cuando los niños volvimos asustados a nuestras casas llegaran a la calle la Huerta los municipales para recogerlo como si fuera un fardo medio vacío, echarlo en un carro y llevarlo al cementerio, donde lo enterrarían en la fosa común. Nunca he tenido el valor de preguntar por la muerte de aquel muchacho, aunque su recuerdo me ha acompañado allí donde he estado. Su imagen vuelve cada vez que he visto el rostro cruel de la injusticia. Escribo este artículo porque no me gustaría que aquel suceso, por lejano en el tiempo no menos triste, quede para siempre en el olvido. Escribo en memoria de aquel muchacho anónimo que un día vi morir de hambre. Descanse en paz".