Aunque profundamente religioso, Carlos III no dejaba de ser un soberano absoluto. No podía consentir que la jerarquía eclesiástica discutiera sus decisiones y, menos aún, que un poder extraño a la monarquía, el papado, pudiera tomar decisiones que afectasen a la vida de ésta. La respuesta del monarca no fue el laicismo, sino el regalismo. Es decir, un protectorado providencialista del rey sobre la Iglesia de su país y la salvaguardia de la jurisdicción civil frente a la eclesiástica. Para ello, tenía que deshacerse de dos instituciones muy vinculadas al Papa, la Inquisición y la Compañía de Jesús.
De la primera pudo hacerlo porque muchos de los delitos que perseguían pasaron a depender de los tribunales civiles. La segunda, a la que el rey no tenía mucha simpatía porque, al ser una institución muy bien formada, con una fuerte cohesión interna y con rentas espléndidas, ejercía una gran influencia intelectual mediante su casi monopolio en la educación. Los jesuitas fueron expulsados en 1767 siguiendo la senda marcada por Portugal y Francia. En agosto de 1814, el papa Pío VII restauró la Compañía de Jesús con todas sus prerrogativas y sus derechos en la Iglesia universal. En mayo del año siguiente, Fernando VII, nieto de Carlos III, permitía la vuelta de los jesuitas a España.
La llegada del trienio liberal en 1820 supuso una nueva expulsión, seguida de una restauración en 1823. Los liberales en el poder durante el trienio van a aplicar una política claramente anticlerical: expulsión, de nuevo, de los jesuitas el 14 de agosto, abolición del diezmo, supresión de la Inquisición, desamortización de los bienes de las órdenes religiosas... Todas estas medidas trataban de debilitar a una poderosísima institución opuesta al desmantelamiento del antiguo régimen. El enfrentamiento con la Iglesia será un elemento clave de la revolución liberal española.
De los bienes vendidos al ser expulsados los jesuitas, el ayuntamiento constitucional de Fuentes compró el año 1822 un reloj para la torre de la iglesia, que ahora la Compañía de Jesús reclamaba, a través del rector de la casa noviciado de San Luis de Sevilla, apoyándose en las reales órdenes dictadas por la regente del reino el 11 de julio de 1823, comunicada por el ministerio de Hacienda al intendente de la provincia para que se devolviesen todas las pertenencias, muebles raíces, derechos, acciones, colegios y casas que correspondían a dicha Compañía de Jesús en los mismos términos que las poseían antes del día 7 de marzo de 1820, estuviesen o no vendidos, fuese cual fuere su paradero y el estado en que se hallasen, dejándoles a salvo el derecho que les asistiese para reclamar, contra quien hubiere lugar, los perjuicios que se le hubiesen ocasionado.
El ayuntamiento, presidido por Manuel de Lillo, abogado de los reales consejos y alcalde mayor interino, tomó el 1 de marzo de 1824 el acuerdo de contestar al rector que el ayuntamiento estaba a disposición de la persona que se dispusiera para hacerle entrega inmediatamente de dicho reloj, reservándose el derecho de reclamar, contra quien hubiere lugar, los perjuicios que se les hubiese ocasionado. Este reloj fue devuelto a los jesuitas y la torre de la iglesia y todo el pueblo quedó sin él.
En el cabildo de 6 de octubre de 1832, el alcalde mayor, Francisco Fernández Gálvez, dijo que al tomar posesión de la vara de alcalde mayor había observado la necesidad que tenía el público de proveerse de un reloj en la torre de la iglesia pero que, como los caudales públicos eran deficientes incluso para financiar las actividades más perentorias del municipio, había tomado la decisión de invitar a los vecinos con ciertas posibilidades para que, por medio de una suscripción voluntaria, se reuniese la cantidad de 2.000 reales, que era lo que se exigía por el artífice del reloj como primer plazo, con tal de que el ayuntamiento garantizase el pago total bajo su responsabilidad y de los fondos públicos.
Estando conformes el ayuntamiento y el constructor del mismo, Fray Bartolomé Hidalgo de la orden de los predicadores, natural de Fuentes y residente en el convento de Santo Domingo de la ciudad de Écija, que fue llamado a la sala capitular, se procedió a redactar el contrato en los términos siguientes: Que el valor de reloj puesto en la torre de la iglesia parroquial, excepto los costos de albañilería y carpintería, era de 6.700 reales, de los cuales recibiría en este acto 2.000, de cuya cantidad se dio por satisfecho y entregados, firmó el recibo. Que los 4.700 reales restantes se habrían de satisfacer en dos mitades de 2.350 reales cada una, la primera para el día de Santiago del año siguiente, 1833, y la otra mitad el día 25 de diciembre del mismo año.
Que el reloj, que se había puesto en la torre de esta iglesia parroquial, tenía que ser observado por espacio de un año y que cualquier novedad que se advirtiese en su maquinaria se avisaría a su autor, que tendría la obligación de reparar la falta que se le notare, en tales términos que, al vencimiento del año, habría de quedar firme y estable. No advirtiéndose deficiencia alguna, la contrata subsistiría en su fuerza y vigor y podría usar de sus acciones para ser reintegrado del adeudo que existiese. Así la población de Fuentes contó de nuevo con su reloj en la torre de la iglesia.