Cuando éramos niños, los maestros nos recomendaban escribir despacito y con buena letra, pero luego, al llegar a adultos, siempre ganaba el que era más rápido escribiendo. Por lo visto, el desfase entre el sistema educativo y el laboral viene de antiguo. A finales de los años setenta y principios de los ochenta entró en Fuentes la fiebre de la máquina de escribir. Nadie quería esa antigualla de escribir a mano. Lo mismo que ahora nadie quiere la máquina de escribir más que como objeto decorativo. Primero fue el homo amanuense, después el homo mecanógrafo, más tarde el homo digital y futuramente será el homo biónico.

Conviene matizar que a la mujer se le dio le mecanografía bastante mejor que al hombre del campo, al que le sobraban dedos por todas partes. En aquellos años ochenta toda familia fontaniega que se preciara debía tener una Olivetti. La máquina de escribir era el pasaporte al empleo más alejado del campo o los albañiles, el más seguro -para toda la vida- y descansado. Era la puerta del cielo que llaman “el funcionariado”. Luego estaba el temario, pero ésa es otra historia. Por los años ochenta era alcalde Sebastián Catalino, un hombre admirado de la habilidad que mostraban los candidatos y candidatas a administrativos en aquellas oposiciones de sueños imposibles.

Con la máquina de escribir había que empezar de cero, decían. Olvidar todo lo sabido y arrancar de nuevo. Resetear dirían ahora. Lo más difícil era enseñarnos a escribir sin mirar el teclado. ¿Dónde se ha visto hacer una cosa mirando a otro lado? Lo más parecido a eso que habíamos hecho era darle a la bicicleta sin manos. Lo de escribir sin mirar era mil veces más difícil. Para enseñarnos, a finales de los setenta había un tal Luis Rabadán que trabajaba en la caja de ahorros y, por las tardes, daba clases de mecanografía en la casa de Don Cipriano. Los alumnos más aventajados en la materia eran Manuel Lora, hijo del barbero Cristóbal Reparito, y Beltrán, hijo del cosario de la calle la Rosa. Manuel Lora empezó a estudiar Psicología, carrera que en aquellos años algunos creían que consistía en abrirle la cabeza a los enfermos para ver el fallo que tenían dentro.

Luis Rabadán, perfeccionista como pocos, decía un oficio es un tesoro y lo hacía copiar muchas veces a máquina. Otras veces ponía como deberes copiar “no hay nada más duro que aprender matemáticas, eso nos hace a los escribientes novatos aún más duros”. Daba clases de mecanografía y de moral, el hombre. El artista de la máquina de escribir en el Fuentes de los ochenta era Juan José García “el Purga". Escribía a la perfección y, cuando cogía carrerilla, no se le veían los dedos. El Purga entrenaba los dedos y la mente como un deportista de alta competición entrena las piernas y los brazos. Corriendo la maratón de las teclas quería entrar de funcionario en el ayuntamiento de Fuentes o en alguno de los pueblos limítrofes, pero tuvo que coger las maletas y emigrar a Benidorm. Como tantos otros. Como ocurría en las películas del oeste de aquellos tiempos, siempre aparecía un forastero más rápido que el pistolero local. En este caso fue una forastera a la que llamaban Caños Santos, natural de Fuente Palmera, capaz de disparar 500 teclas por minuto.

Al bueno del Purga lo llamaron al destierro de Benidorm para ofrecerle un contrato en la caja de ahorros de Fuentes de la calle mayor. El velocista alcanzó la meta y se hizo escribiente. El lema para la legión de fontaniegos aspirantes a funcionarios de entonces era “la paciencia es amarga, pero su fruto es dulce”. La cola para colocarse de administrativo iba desde la Cruz Juan Caro al cruce, ir y volver. Dos años bregando con los dedos en las teclas estuvo éste que escribe sin sobrepasar las 250 pulsaciones. El herrero Cantizano me decía “pégale duro a la máquina que, si no, no apruebas”. Tan duro le pegaba, que los dedos y teclas echaban humo, lo que venía muy bien para paliar el frío que hacía en la casa de Don Cipriano.

Los escribanos a máquina, aspirantes a funcionarios, éramos el embrión de una casta intermedia entre los señoritos de arriba y los jornaleros de abajo, entre los universitarios y los analfabetos. Una cosa indeterminada, a medio hacer, que no se sabía si iba para arriba o nadaba en el limbo del quiero y no puedo. En el Fuentes de entonces la clase media todavía era una entelequia y los que aspirábamos a alcanzarla sospechábamos que los de arriba nos exigían que escribiéramos sin mirar el teclado para que nos perdiéramos en el camino. Los carteles que anunciaban clases particulares de mecanografía añadían siempre la disciplina de la taquigrafía, que nunca supimos para lo que nos iba a servir.

El día del examen aparecía un pistolero cordobés o una pistolera cordobesa más rápido que el fontaniego. Aquello era una romería de forasteros opositando de pueblo en pueblo. Algunos se sabían el temario mejor que el Papa el catecismo y disparaban como Billy el Niño. La pesadilla se llamaba quinientas pulsaciones por minuto. Pulsaciones le llamaban a lo que no eran otra cosa que balas disparadas por ametralladoras humanas. En Fuentes no quedaba títere con cabeza. Sentado a mi lado, Sebastián Catalino contempló el espectáculo tratando de insuflar ánimo al vencido, que quedó para ganar algunas pesetillas pasando a máquina interminables escritos del farmacéutico de la calle Lora. Al final tuve que emigrar como el Purga, pero más allá de Benidorm, y esta vez no hubo caja de ahorros que se apiadase del desterrado.

La máquina de escribir forma parte de la nostalgia de un tiempo que se fue para no volver. Nos habríamos hecho ricos si nos hubieran pagado las horas que le echamos al intento de dominar el ritmo acompasado del golpeteo. Nadie nos dijo entonces que las máquinas de escribir tenían los días contados con la llegada de los ordenadores. Más que a escribir a máquina, aprendimos que los esfuerzos inútiles conducen a la nostalgia y que el transcurso del tiempo arrincona los artefactos y lleva a cada persona al espacio que le corresponde.