Llegó en el tren de la una. Era un día de finales de diciembre frío y algo lluvioso. La escuela había terminado y estábamos de vacaciones de Pascua, por eso yo aquella mañana andaba merodeando por los alrededores de la estación en busca de algún colega con el que echar una partida de algo cuando el pitido del tren anunciando su llegada, entre asmáticos y quejumbrosos resoplidos, acaparó mi atención. Me acerqué junto con un grupo de curiosos y desocupados que por allí había a contemplar el espectáculo. Entre los tres o cuatro que bajaron de aquella vieja cafetera con ruedas que se arrastraba penosamente por los raíles, estaban el Gallina y un individuo cargado con dos maletones que no podía ser otra cosa que un viajante de comercio.
El sujeto en cuestión no era ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco y, como dice el refrán, ni gato ni perro de aquella color. Llevaba un traje de color gris y un abrigo largo del mismo color, camisa blanca, corbata discreta, zapatos de punta estrecha y bien lustrados, gafas de montura dorada, bien afeitado y bastante calvo. Exhibía continuamente una media sonrisa, supongo que por exigencias del oficio, que dejaba entrever algunos dientes de oro. Andaría por la cincuentena.
El Gallina, en cuanto bajo del tren con su traje de pata de gallo, sus aires de mocito pinturero y su caja de limpiabotas, se fue a lo suyo, que era ganar algunas pesetas recorriendo las calles y tabernas de Fuentes en busca de aquéllos que quisieran lustrarse las botas. En cuanto ganase algunas pesetillas se iría a la tienda de Paco la Ana. Allí echaría un ratillo de tertulia con el tendero mientras éste le preparaba un bocadillo de chorizo por el módico precio de 14 reales. Mientas se lo comía explicaba sus proyectos y fantasías taurinas, que el tendero, al no tener otra cosa que hacer en aquel momento, escuchaba con mucha atención. Muchas veces, los testigos de estas conversaciones éramos los chavales del Postigo.
En la estación, los otros dos viajeros, gente de Fuentes a los que yo sólo conocía de vista, pronto desaparecieron, supongo que camino de sus respectivas casas. El Viajante agarró sus dos maletones, salió de la estación y se paró en medio de la calle con cara de no saber para dónde tirar. Entonces me vio y me llamó.
- Ven aquí chaval, dime, ¿hay por aquí algún mozo que me pueda llevar las maletas a la fonda?
- Hay uno a quien le decimos Vicente Matalagente con un cuchillo y agua caliente. Es muy buena persona, si quiere usted lo voy a buscar.
- No, no déjalo chaval, será muy buena persona, pero con estas referencias que me das prefiero llevar yo las maletas, ya estoy acostumbrado. ¿Y algún sitio para comer hay por aquí?
- Ancá el Parro.
- ¿Me puedes acompañar hasta allí?
Me ofrecí a llevarle una de las maletas, pero el rehusó el ofrecimiento alegando que pesaban mucho. Seguramente debía ser cierto por lo encorvado que andaba. Echamos a andar por la calle Osuna arriba y luego por la calle Mayor hasta la esquina de la calle Lora con la calle las Flores, donde enfilamos directamente hacia la taberna del Parro. Por el camino me preguntó por cuantas fondas había en el pueblo y yo le dije que había la de Jesús Armía y la fonda la Sevillana, y al preguntarme cuál le aconsejaba, le dije que las dos tenían muy buena fama. Me dijo llamarse Gumersindo, que era la primera vez que venía a Fuentes y que era viajante de mercería, pero que también llevaba algunos artículos de pequeña ferretería como clavos, alcayatas, etc. Me preguntó por las tiendas que creía conveniente visitar. Yo le dije que fuera principalmente ancá Cecilio, y ancá Benjamín y también ancá Luis la Roeta, ancá Jerónimo y algún otro que ahora no recuerdo.
Llegamos ancá el Parro y el hombre se acercó al mostrador con sus dos maletones. Antonio lo caló inmediatamente. Éste es viajante y viene con hambre, se dijo. Yo me quedé a prudente distancia y cuando el viajante me llamó y me preguntó si quería tomar un refresco decliné cortésmente la invitación. El tabernero le ofreció una mesa, pero el viajante le dijo que prefería el mostrador y si podía servirle una comida ligera. El tabernero le sirvió la especialidad de la casa, un vasito de vino con una tapa de jamón, un plato de carne con tomate, unas aceitunas y un bollito de pan.
Mientras estaba comiendo, empezó a sonar un lúgubre toque de campanas que, en aquel día gris y lluvioso, sonaba aún más lúgubre, si cabe.
- ¿Qué están tocando esas campanas?
- Le están dando los golpes a un moribundo, dijo Antonio el Parro.
-¿ Los golpes, para rematarlo?.
- No, hombre, no. Es el toque de campanas que se da cuando la muerte ya es inminente, es una costumbre muy antigua y el toque es diferente según el difunto sea hombre o mujer.
El viajante sólo volvió a abrir la boca para pedir la cuenta. Se despidió del tabernero, cogió los dos maletones y me preguntó si podía llevarlo a la fonda más cercana. Lo acompañé a la de Jesús Armía, en la calle San Sebastián. Me dio dos pesetas de propina. No sé si vendió mucho o poco, pero sí que al día siguiente cogió el primer tren que salía de Fuentes. Días después corrió por el pueblo la noticia de que había puesto un telegrama a su empresa más o menos en estos términos: "no he vendido ni mucho ni poco, pero Fuentes de Andalucía es un pueblo donde al mozo de cuerda le dicen Vicente Matalagente con un cuchillo y agua caliente y a los moribundos le dan los golpes. Borrarlo de mi ruta de visitas.