El maestro de Ciencias Naturales nos contó con palabras comprensibles que los murciélagos son los únicos mamíferos con alas, que emiten un chillido a tan alta frecuencia que es inaudible para el ser humano y que gracias a eso podían “ver” en la oscuridad. Más allá del feo aspecto del bicho en el que se convertía Christopher Lee interpretando a Drácula en el cine Apolo, a mí me era simpático. No me parecía una rata con alas, yo lo comparaba con Súper Ratón, el que decía con acento latinoamericano: “No olviden ssupervitaminarsse y mineralissarsse”. En las tardes de verano, las calles de mi barrio se llenaban de niños, éramos muchos en los años setenta. Jugamos con frecuencia al trompo, al quema y a “Churro, Pico, Terna” (en cada sitio se le llamaba de un modo) estábamos en la calle hasta las tantas, casi nunca pasaban coches. En mi inconsciencia infantil, yo era, o al menos me sentía, libre.
La ciudad engordaba vampirizando al campo. Los pueblos se quedaban en los huesos, se vaciaban de jóvenes. Las torres de ladrillo avanzaban inexorablemente devorando con gula las huertas y los campos sembrados de habas, tabaco y remolacha. Justo antes de acabar bajo el asfalto, el campo dejaba de serlo para convertirse en descampado. La tierra fronteriza no era tierra de nadie, nos pertenecía. Allí la imaginación creaba reinos inconquistables, océanos inabarcables, esa era nuestra patria, no de la que hablaba un viejecito con voz aguda que siempre empezaba diciendo balbuceante: “Españoles…” Su cara salía en las monedas y por aquella época murió, lo dijo por la tele un señor gris marengo con orejas de soplillo y lágrimas en los ojos.
Una tarde-noche de verano me quedé fascinado mirando a aquellos animalillos que volaban distinto. Parecía que se iban a estrellar contra la pared, pero en el último instante cambiaban de rumbo. Me parecía que volaban desafiando las leyes de la naturaleza, retando a los gorriones de humilde vuelo y graciosos saltitos, a las golondrinas y los vencejos con su dominio de los aires y su elegante vestimenta. Los murciélagos dominaban las sombras cuando los demás volátiles dormían.
Me los imaginaba comunicándose en un lenguaje inaudible para mí, informando solidariamente de en qué charco había más mosquitos o recomendando los mejores sitios para dormir boca abajo. Tal vez gritando palabras de amor encriptadas a las murciélagas. Pero hubo un día en el que mi concepto sobre aquellos ratoncillos con aspecto de vampiro se tambaleó. Oí con toda nitidez (lo juro por el alma de Béla Lugosi) el chillido de un murciélago, en lo que hoy, paradojas del destino, es la calle Félix Rodríguez de la Fuente.
En la escuela me habían engañado, el ser humano, en concreto yo, SÍ podía escuchar “hablar” a los murciélagos. Era eso o algo mucho más fascinante. Tenía superpoderes, probablemente era el único ser humano que podía entender el lenguaje de los murciélagos y ya puestos, por qué no el de los vampiros y todas las criaturas de la noche. Todo encajaba, a mí me encantaba la noche, comer morcilla y me sentía atraído por las vampiresas que salían en las películas, además Drácula era tan elegante… Nunca lo vi en chándal. Lo tenía claro, de mayor quería ser vampiro o Batman. Años más tarde me enteré, para mi desgracia, de que los niños sí pueden oír los chillidos de eco localización que lanzan los quirópteros. Esta es una cualidad que se pierde, con los años se va deteriorando la sensibilidad a las altas frecuencias.
Fui perdiendo esta facultad auditiva, lo mismo que perdí mi infancia en aquellos descampados que hoy yacen, como ella, bajo los cimientos de una ciudad de tamaño medio. A menudo pienso si esa es la única capacidad perdida con el devenir del tiempo, la respuesta es inmediata. He perdido la capacidad de asombro, la de pensar que todo el mundo, o prácticamente todo, es bueno. He perdido la habilidad que tenía para sustraerme a la realidad, volar a los Mares del Sur y convertirme en el Pirata Barbanegra, Robín de los Bosques o el mosquetero Portos, grandote como yo, mi favorito. Era una especie de Errol Flynn, en el mundo que habitaba en mi cabeza y tenía como decorado aquel descampado.
Ya no hay cines en mi barrio ni en ningún otro, ni un dictador asesino moribundo saliendo por la tele, ni siquiera hay descampados. Ahora me domina la responsabilidad y el sentido común, el látigo que flagela la imaginación de los adultos. Ahora lo imposible es del todo imposible. Ya no observo el vuelo irregular de los murciélagos, no se ven en las ciudades y cada vez veo menos gorriones y golondrinas, las cotorras están ocupando su hábitat. Pero cierro los ojos y escucho un chillido agudo que me recuerda que antes de perder mis alas, fui el rey en la república de mi infancia.