Estoy en la playa, tendida al sol, sin complejos. Me siento plena, abandonada al duermevela de una mañana radiante. A lo lejos, África me mira entre las nubes del Estrecho y sueño con el momento en el que mi especie llegó a estas playas. ¿Eran las mismas? ¿Formaban una sola tierra? ¿Éramos ya una península de lo que después llamaríamos Asia?

Mi hijo africano me saca de mis pensamientos. Me reconoce cada año llamándome madre. Nos damos dos besos. ¿Quieres un refresco? Como siempre, no quiera nada. Sólo saludarme y saber cómo estoy. Hablamos de cómo le va la vida. Siempre me sorprende su alegría, su capacidad de resiliencia. Me quiere regalar una pulsera y yo insisto en que tengo que pagarla. Es su trabajo. Al final, llegamos a un acuerdo.

Lo veo alejarse por la arena con una sonrisa, mientras yo me quedo pensando qué hago aquí, como hemos llegado a esto. Sé que voy a seguir con mis días de vacaciones, tumbada en la arena y pagando un precio escandaloso por una cerveza en el chiringuito, que vivo en una sociedad capitalista, que soy una privilegiada mujer europea, blanca, que nunca podré entrar en la piel de un negro, de una negra que sólo quiere vivir algo parecido a mi seguridad alimentaria, ir por la calle sin que un policía le pida los papeles sólo porque su piel tiene más melanina que la nuestra.

Porque hemos decidido que él o ella no tienen derecho a ocupar un espacio, el mismo que nuestra especie ocupó hace apenas unos segundos si miramos el tiempo geológico. Y sigo disfrutando de la arena blanca de la playa frente a África, sin olvidar quién soy, quiénes somos.