Rugui y yo esperamos con maletas en la espalda en una exenta de infraestructura parada de autobús de Bafatá. Marchamos hacia Bissau, la capital, para pasar un fin de semana de compras y fiestas. O eso me han prometido. Un pequeño grillo me da la bienvenida desde el primer escalón del autobús. Al menos 15 personas tratan de encontrar hueco en un vehículo ya lleno. El único sitio disponible es ofrecido a la blanca. Me invitan a sentarme en primera fila, junto a una tierna señora de gafas marrones y pelo cubierto por un pañuelo. Me ofrece una mascarilla y se encarga de que no le falte a nadie de su alrededor. Generosidad guineana. No hay sitio para todos en las dos filas de asientos del autobús, pero estamos en África, y si no hay espacio, se inventa. Comienzan a colocar desgastadas latas de pintura en el pasillo por el que deben pasar los pasajeros. Señoras, señores y Rugui se sientan sobre las mismas.
El bus comienza a andar. Hay tres chicos de pie al lado del conductor, junto a la puerta, que permanece abierta mientras partimos hacia la capital. Promete ser un viaje de tres horas que no olvidaré jamás. Frente a mí, junto a los pies del conductor, una bolsa negra comienza a abrirse mostrando la carne roja que guarda en su interior. Un mal sitio donde conservarse. No sé si es por los continuos desniveles de la deteriorada carretera o por el defectuoso mantenimiento del autobús, pero en cuanto el vehículo toma algo de velocidad todos los pasajeros comenzamos a botar. Me siento sobrepasando las olas de un mar furioso.
Primera parada para hidratar y descansar las piernas en una estación de servicio a la africana. En cuanto ven aparecer el autobús, no menos de 20 mujeres y niñas corren con sus coloridos vestidos hacia los pasajeros con patatas guineanas y refrescos sobre sus cabezas. Todos mis acompañantes comienzan a sacar sus carteras en busca de un refrigerio y algo de comer. Las vendedoras no se limitan a vender a través de las ventanas, van entrando de una en una hacia el pasillo de las latas de pintura. Como pueden, van sobrepasando a los pasajeros insistiendo en su venta. En determinadas partes de la carretera se intuye una ya consumida pintura blanca que separa dos carriles, pero ni el chófer de nuestro pintoresco autobús ni el resto de conductores parecen preocuparse.
Primera noche en Bissau
Nos bajamos en la primera parada de la capital, a las afueras, aparentemente similar a la ciudad de la que venimos. Nos recibe Luana, una atractiva joven de desordenadas rastas, look desenfadado y naturalidad en el rostro. Lo mejor de Luana es que bebe cerveza. Pasaremos el fin de semana en casa de Vinilson, amigo de Nelmo, que es a su vez amigo de Rugui. Una dorada cruz católica cuelga del robusto cuello de Nelmo, de metro noventa, voluminosa complexión y conducta cariñosa con amigos, aunque seria con extraños. A su lado, un despreocupado y burlón Vinilson se presenta simpáticamente.
Tras refrescarnos nos disponemos a vivir la primera fiesta del fin de semana. En España solemos visitar pubs o bares de copas antes de acudir a la discoteca, aquí ese parece ser el plan también. “Quizás no seamos tan diferentes”, pienso. Hasta que aparcamos en una gasolinera y empezamos nuestra fiesta de viernes en la tienda/bar de dentro. En la sombría puerta del bar de gasolinera, con vistas a los repostajes de los clientes, nos preparan una mesa donde tomar las primeras cervezas.
Tras algunas Super Bock, ascendemos a la azotea de un bloque de pisos situado junto a la gasolinera antes de ir a la discoteca. Con la puesta de sol la ciudad se regenera. El que arde se esconde tras el humo de los desechos que sustituyen su calor. Su olor se cuela en mi olfato y su casi densa bruma entorna mis ojos. Desde aquí arriba veo cómo la vida continúa para los autóctonos. A lo lejos se oyen aplausos, gritos festivos, puede que se trate de un casamiento o un cumpleaños. Los niños juegan al fútbol en su césped inventado de tierra amarronada. Todo es felicidad cotidiana. Para los guineanos la oscuridad no es un problema.
De camino al mercado, Rugui, Luana y yo nos perdemos en las expresivas calles de la capital bajo un sol brillante que seca nuestras gargantas. Bissau es una ciudad dentro del bosque selvático. La modernidad perfectamente mimetizada con la naturaleza. Es un poco de África y un poco de Europa. Por suerte, el individualismo urbano aún no se ha apoderado de ella. Mientras esperamos en la puerta de un banco el acceso al cajero, los allí presentes no pueden evitar formar parte de nuestra conversación sobre la lengua criolla.
Aquí las personas miran a los ojos de quienes se cruzan, les dan los buenos días, o las buenas tardes, e interactúan con quienes esperan con ellos en las colas del banco. Las casas son en su mayoría construcciones aparentemente más resistentes, más cuidadas, no veo chozas con paredes de caña y techos de lata. Pero el colorido, igual que en Bafatá, es atrevido y variado. Los tonos pasteles de las casas conjugan con el brillo matutino como dos enamorados.
Deambulamos a lo largo de una gigantesca avenida principal, llena de puestos pertenecientes al mercado en busca de un cargador para el portátil de Rugui y un diccionario que quiero regalar a Tidjane por su cumpleaños, que será el viernes que viene. Una tarde, antes de su programa deportivo, confesó desconocer la traducción de una palabra portuguesa al español, así que le ofrecí el diccionario que tenemos en la radio. Me preguntó si podía quedárselo, pero no es mío, así que decidí que cuando fuera a Bissau haría todo lo posible por conseguirle uno. Tidjane es trabajador, curioso y responsable, no merece menos.
El mercado es abierto, lleno de luz, infinidad de vehículos pasan a su alrededor. Pero Rugui me da de la mano para sacarme de la avenida y penetrar en la oscuridad y estrechez del mercado interior. En estos momentos viene a mi memoria el recuerdo de Túnez. Calles de no más de cinco metros, vendedores insistentes y mirones, multitud hacinada y la sonrisa que la aventura de contrastes origina en mi rostro.
El fin de semana se desarrolla ante continuas situaciones que se me antojan surrealistas. La diferencia cultural es enorme. Los chicos desaparecen sin dar explicaciones y sin que las chicas parezcan inmutarse; toman decisiones repentinas y espontáneas ajenas a los planes usuales –como marcharse de un restaurante después de haber pedido comida en busca de otra cena que habían comandado anteriormente en otro restaurante, o decidir detenerse en una peluquería a las 22:00 de la noche en el camino de vuelta a casa pese a estar exhaustos por el largo día–. Así de imprevisibles y misteriosos son los guineanos que me rodean. Inusuales y laboriosos, aunque siempre generosos, únicos. Aún trato de descomponer su carácter tan sencillo como difícil de sobrellevar. Este diminuto país escondido al oeste de África es la X del mapa del tesoro. Solo que lo que esconden no es oro, sino hermosas e irremplazables rarezas.