Subido sobre lomas de barro y rodeado de pozos y barrancos, sestea un pueblo blanco cruzado por vientos que azotan, que arrullan, que dudan, que vienen y van. Un pueblo que esconde mil manantiales de aguas salobres que nunca llegan al mar.
A la frutería del barrio habían llegado las cerezas, los melones y las manzanas. Sobre las aceras, como reclamos vanos, las cestas y las cajas se amontonaban. Un olor a verdura fresca recién cortada del huerto inundaba la calle. Las mujeres se apresuraban a brescar el género sacudiendo sus delantales. Las sandías se acariciaban y unas manos expertas las calaban con un seco golpeteo de dedos como baquetas de timbales.
Desde muy temprano el sol rebotaba en las paredes encaladas con una fuerza que se clavaba en las pupilas. Sin darnos cuenta el verano, un año más, se había colado en nuestras vidas.
Aquel aire solano cambiaba el color de todas las cosas. Paisaje de pastos, girasoles y trigales. La amistad andaba con los pies descalzos. Los guisos dejaban de silbar y los porrones, desde muy temprano, refrescaban el agua para los gazpachos. Todo se llenaba de venturosos sobresaltos, de sueños inconfesables, de amores que te protegían con una capa de eternidad vivificante.
La felicidad se reflejaba sobre las aguas de la alberca; en los paseos mañaneros o tardíos por la alameda; en el equilibrio de los pájaros sobre las retorcidas cercas; en el fulgor de luz de las tardes interminables; en el campo abierto, como grandes ventanales, por el que corría el aire fresco y sano de las risas entre viejas amistades; en las luces y el sonido de un cine al aire libre que, proyectaran lo que proyectaran, siempre resultaban misteriosas novedades; en dos piedras o dos postes sobre los que introducir una balón desinflado; en la alegría de contemplar cómo éramos capaces de volver bocarriba aquellos cromos con tiernos guantazos de las manos; en el olor a estiércol de la anodina vaqueriza; en los juegos por los mil rincones del pueblo, hasta que la noche hacía de la vuelta a casa una meta a la que llegar sin ninguna prisa.
Habían pasado muchos años. Me lo encontré sentado en el viejo banco anaranjado, de rudos tablones, hoy descolorido y astillado. Las ligaduras que trenzaban tanta amistad en la infancia nunca se olvidan. Prisionero del tiempo, entre los árboles de nuestra niñez, cantaba el mismo jilguero. Me dijo que tenía una vida llena de emociones rotas. Y entre mis recuerdos inocentes de niño feo y acomplejado fui a buscar hilo y aguja para recomponerlas. Le di un abrazo que aún recuerdo. “Las emociones rotas se cosen mejor con abrazos, con la ternura de unos apretados abrazos”, le dije. “¿También cuando el jarrón de tu vida, sin saber muy bien por qué, se ha roto en mil pedazos?”, preguntó sin mirarme, con voz baja y quebrada, dejando huir un extenuado susurro.
El aire solano cambia el color de las cosas, y entre cambios y pálpitos, la vida se ventila como si fuera un murmullo. Las emociones que nos destrozan son como un pájaro que migra entre un corazón palpitante y la nada que anida en el vacío.
A veces se pierde el rumbo e imaginas tus propias huellas, aun resistentes, marcando el camino, y de pronto acabas encontrándote por donde divagas perdido.
Una vida llena de emociones rotas… me dijo. Y yo le di un abrazo de amigo para que olvidara tormentas y tormentos. Allí lo dejé, en una discusión íntima con su atronador silencio.
Habían pasado muchos años. Y con nuestras mochilas a cuestas, cargadas con pesadas piedras de nostalgia, como niños heridos, volvíamos a reencontrarnos. Si la niñez me llama, allá voy yo, a donde ella quiera, adonde me dirija, adonde me lleve. Cruzo cerros y vaguadas, calles gélidas, fuegos de rastrojos, arroyos como ríos, mortajas de escalofrío, cuestas empinadas, oscuras sendas de dolor. Lo dejo todo, lo dejo todo y, sin decir ni siquiera adiós, allá voy yo.
Había pasado mucho tiempo y al mirarnos a la cara, en un parpadeo de nostalgia, nos percatamos que los años nos habían troteado como se pisotean las uvas en el lagar. Mientras tanto en el cielo sempiterno las nubes seguían disipándose, apareciendo y desapareciendo, cambiando sus figuras, sus colores, volviendo a un perenne ciclo de la montaña a la mar, vaciar y cargar.
Y a pesar de todo dicen que el tiempo no existe, que, en realidad, el tiempo es lo que te pasa. El olor que nos penetra en primavera, los desengaños y las pérdidas, las tardes volátiles en verano, los sueños cumplidos y los desencuentros, las hojas que revolotean en otoño o las lluvias que nos mojan en invierno. Un instante fugaz hacia lo más efímero desde lo más eterno.
Y así, entre breñales y zarzales en los que la tarde se echa a malmorir, entre olivos que descansan y granados henchidos, el verano, una vez más, se nos ha ido, y cuando menos te lo esperas, embaucadores y repetitivos, los anuncios de juguetes, luces y turrones nos vuelven a sugerir, y sonará el primer villancico, viejo y hechicero, y escucharemos la tablilla y el almirez de los campanilleros para desearnos un año más, un año más… un año nuevo.