"Mientras el señorito duerme la siesta, el pobre jornalero paga la fiesta".
A la vista del título alguien podría pensar en un día entre nubes blancas y cosas blandas y amables, pero mis paisanos de Fuentes saben bien a qué me refiero. Un día de septiembre del año 62 del siglo pasado, con objeto de tener algún durillo que gastar en la fiesta la Ermita, me fui a echar un día de algodón. A las seis de la mañana cogí la talega que me había preparado mi madre y eché a andar, Postigo abajo, en dirección al Portillo, por allí donde tenía la cochera Perdigota.
Poco a poco, en grupos de tres o cuatro, fue llegando el resto de la cuadrilla, en su mayoría mujeres vestidas con unos pantalones viejos del marido debajo de la bata, pañuelo en la cabeza y sombrero de parma colgado a la espalda con dos cintas, pues el sol aún no había empezado a apretar. El resto éramos seis o siete chavales de entre 12 y 13 años entre los cuales estaba yo, el manijero y el aguaó.
Por su nombre recuerdo al manijero como Juan el de la Jarina, el aguaó era Cristóbal Amarguilla, había un chaval de unos 11 años llamado Juan Excurca, uno algo más grande, de nombre Salvador, hijo de un sastre viudo que apareció un día por el Postigo y allí se quedó a hacerle la competencia a Bordoi, y una chavala de unos diecisiete años, seca como un esparto y mellá de los dientes de delante, a quien todos llamaban María la Lagarta. Al resto los conocía de vista.
En total seríamos unas treinta o cuarenta personas, los más afortunados de los cuales habrían tomado al salir de casa un café de cebá con pastillitas y una tostá con aceite. El resto solo llevaba en el buche lo que cenó la noche anterior, o sea muy poca cosa. Sobre las seis y media llegó el tractorista de Arenales, nos subimos todos en el remolque, que el día anterior había estado carreteando estiércol, y entre traqueones y sobresaltos nos llevó al tajo, a unos diez o doce kilómetros del pueblo.
Nada más bajar, el manijero preguntó quién quería ir a jornal -siete duros- o por cuenta -a peseta el kilo-. En función de las respuestas fue repartiendo sacas o esportones, según los casos, y después indicó a cada grupo en qué chorros debían colocarse. Los chorros bien podrían tener medio kilómetro de largo. En cuanto el manijero vio que todos habían entendido sus instrucciones, sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y dijo: “to er mundo ar tajo”.
El aguaó echó a andar pal cortijo en busca del mulo con las angarillas y cuatro cántaros que llenaba en el pozo y luego iba por los chorros repartiendo agua con un jarrillo de lata, algo mojoso, de aquéllos que apañaba Cantizano, el maestro latonero, allí en la calle Humildad, al lao del gitano que hacía los jeringos. Aquel día el aguaó o el mulo, uno de los dos, o los dos, tenía los cables cruzaos y el Amarguilla se pasó el día cagándose en los muertos del mulo y el mulo escapándose con los cántaros, con lo cual el agua tardaba mucho en llegar y a las cuatro de la tarde, a cuarenta grados y después de las sardinas arengues, que era lo que la mayoría llevaba en la talega, la garganta era un puro estropajo.
Para el que nunca haya cogido algodón le diré que es una planta que, por su poca altura, obliga a trabajar encorvao, arrodillado o tirao al final de la jornada. Las motas de algodón están encerradas en un capullo que cuando llega su tiempo se abre, o entreabre, en cuatro cascos rematados en puntas, lo bastante secas y duras para pinchar como leznas de zapatero y lo bastante verdes como para pringar los pinchazos que te vas dando de un mejunje irritante. Para colmo, como para arrancar las motitas de algodón de su jodido alojamiento hay que meter bien los deos entre las cuatro espinas, que no tienen nada que envidiar a las de la corona del cristo del Calvario, el resultado es que a las dos horas tienes los deos como morcillas.
La velocidad a la que cada cual avanzaba en el chorro era muy variable en función de la edad, los riñones y la habilidad de cada uno, por lo que muy pronto la gente estuvo muy diseminada a lo largo y ancho del campo. Después de cinco horas, chorro arriba chorro abajo, los que como yo no estaban, afortunadamente para ellos, bregados en estas lides, llegaban a perder la noción de tiempo y espacio. Carreteábamos la espuerta bajo un sol de justicia y un silencio aplastante, sólo roto de vez en cuando por el sonido de algunas palabras, raramente una risa. Por efecto del reverbero, las palabras llegaban extrañamente amortiguadas como procedentes de otro mundo y avanzábamos en el descubrimiento de aquello tan ambiguo que llaman eternidad, mucho más que con todos los sermones que nos daban los curas.
Por fin, el manijero volvió a mirar el reloj y haciendo un amplio gesto con la mano dijo, “¡A COMÉ!”. A pesar de la dispersión, en menos que canta un gallo la gente estuvo agrupada y aposentada en la medida que las circunstancias y el terreno lo permitían, en un ribazo herboso que había en el límite de la jasa.
De sombra, ni sombra, y valga la redundancia. En una canción que lleva por título “No venga a tasarme el campo” un tal José Larralde le canta a un arbolito del que dice, entre otras cosas, “no da leña ni pa un frío ni da flor ni pa remedio y es un pañuelo de luto la sombra en que me guarezco”. Allí no había ni un triste matojo. En corrillos de composición variable en función de avenencias, afinidades y relación familiar, la cuadrilla se dispuso a comé con minúscula.
Aunque habría sido conveniente y altamente gratificante, no hubo lavatorio de manos como en la misa. A nadie se le habría ocurrido desperdiciar ni una de aquella agua que nos repartía el Amarguilla en algo tan fuera de lugar como lavarse las manos cuando había otras partes del cuerpo, en especial la tragaera, que la requería con muchas más urgencias. Tampoco hubo rezos ni oraciones, ni se dieron gracias a dios, al diablo o al señorito por tan exiguo condumio, pues todos tenían claro que lo debían exclusivamente al propio sudor. Menciono esto porque circulaban rumores en el pueblo sobre patronos, a lo sumo mayetes más o menos acomodados -los señoritos nunca ponían los pies en un tajo- que antes de abrir la talega rezaban algún avemaria y daban gracias a dios por el pan que se comía con el sudor del prójimo.
La talega estuvo pronto despachá, el cacho pan y morcilla, el huevo duro, el cacho tortilla de papas o el cachillo de queso picante o el par de sardinas arengues duraron menos que un duro en la puerta una escuela. Los arenques se liaban en un cacho de papel de estraza o papel de Doña Fea, que decían los más viejos, y se aplastaban entre dos piedras, si las había, o si no, con el pie para que soltaran las escamas.
Yo pensé que la gente estaría reventá y después de comer se tiraría por el suelo a descansar lo que pudiera, pero qué va. El Amarguilla tenía pretensiones de torero y alguien le dijo “anda Cristóbal, date unos pases que veamos tu arte y que la Lagarta haga de toro”. No se lo pensó dos veces. Agarró un saco viejo por capote y la Lagarta agarró dos tenedores viejos de alguna fiambrera, se los aguantó con las manos a la altura de la frente a modo de cuernos, agachó la cabeza, rascó el suelo con la pata tres o cuatro veces y embistió al diestro directamente a las pelotas.
Después de varios lances con diferente fortuna, el diestro remató la faena con un pase de rodillas en el que toro y torero se dieron un buen revolcón. El respetable aplaudió la faena con mucho entusiasmo y los oleeeeee debieron oírse hasta en Fuentes a pesar de la distancia. Sin dar tiempo a pedir oreja o rabo, el manijero volvió a mirar el reloj y dijo “sacabao la corría, to er mundo ar tajo”.
Después de unas cuantas horas más arrastrándose por el chorro, con más sed que un lagarto en el desierto y acabar de destrozarse los deos, el alargamiento de las sombras me trajo a la memoria aquella estrofa del canto de segadores: “ya se está poniendo el sol y hacen sombra los terrones, ya se entristecen los amos y se alegran los peones”. El manijero volvió a consultar el reloj y, volviendo a hacer un amplio gesto que parecía querer abarcar a toda la cuadrilla, dijo “¡A DA DE MANO”!
La vuelta a Fuentes la hicimos a pata, ya que el señorito tenía destinado el tractor y el remolque a tareas más importantes. En el camino de vuelta las mujeres parecían tener alas en los pies ya que en cuanto entraban en el pueblo tenían que ir al puesto del Pintao, antes que cerrara, para comprar de fiao lo necesario para la talega del día siguiente. No se cobraba hasta varios días después. El señorito seguramente leía la Biblia con frecuencia, pero aquel párrafo que dice “si tienes obreros, no duermas sobre su salario” seguramente se lo saltó.