Esperanza Martín Guerrero, la "Marchenita" desde que nació en Marchena, no ha parado de ir de casilla en casilla, de casa en casa y de barrio en barrio. Sin salir de Fuentes, su vida ha sido como estar siempre con las maletas a cuestas. Vida de emigrante sin abandonar el círculo de sueños delimitado por la carretera de la redonda y el ruedo. Con el único fin de mejorar las condiciones de vida. La historia de Esperanza es la de cientos de mujeres de su edad (88 años) que han tenido una infancia y juventud propias de un pueblo pobre, en medio de un campo pobre, metido en un país pobre. Una historia de lucha por la superación, contra la adversidad, por tener una vivienda digna. Una vida con final feliz porque Esperanza logró su sueño de tener una casa, hecha con sus propias manos, arrancada de la nada con uñas y dientes.
Pregunta.- Esperanza, ¿dónde naciste?
Respuesta.- Yo nací en Marchena, en la calle Cantarero, donde estoy cristianada. Recién nacida mis padres me llevaron al campo, a la casilla de la Marta, en las tierras de chambergo. Allí estuve poco tiempo.
P.- ¿Desde entonces peregrinando?
R.- Desde entonces. Tenía 7 u 8 años cuando nos mudamos a una casilla a la que llamaban la de los Marchenitas, que éramos nosotros por haber nacido en Marchena. Éramos siete hermanos, cuatro hembras y tres varones. Allí empecé a trabajar guardando pavos.
P.- ¿Y de qué os manteníais?
R.- Con unos mulos y una angarilla, mi padre recorría las demás casillas para abastecerlas de alimentos. Era el recovero. Allí estuvimos cuatro o cinco años.
P.- Y vuelta a cambiar de casa
R.- Con 12 o 13 años nos vinimos a Fuentes, a la calle Cruz número 65. O sea lo que siempre ha sido el Postigo. Y ya empecé a trabajar como una negra. Segaba garbanzos, entresacaba girasoles, cogía aceitunas y ayudaba a mi madre a vender naranjas de casa en casa.
P.- ¿Qué recuerdas del Postigo?
R.- Que las calles estaban muy mal. Los carros pasaban por allí y cuando llovía se llenaban de charcos. Fue Rafael Niito, el maestro de la villa, quien puso piedras y acerado. Los niños jugaban a la pelota y reñíamos con ellos porque ensuciaban la fachada. En mi casa no había comodidades. Solo una cocinita y sin agua. A por agua íbamos con una cántara a una fuente que había puesto el ayuntamiento. Con eso nos apañábamos para beber y asearnos. También recuerdo que los machos de la casa nos discriminaban, no podíamos ni pintarnos porque estaba mal visto. Sin embargo, sus novias sí les gustaba que se pintaran. Eran tiempos difíciles para las mujeres.
P.- De niña tú has jugado poco
R.- ¡Claro que he jugado! Entonces jugábamos a la comba, a esconder y a muchos juegos que hacíamos en la calle, cosa que ahora no hay.
P.- Muy joven te echaste novio y te casaste. Y nuevo cambio de vivienda, ¿no?
R.- Sí, me fui a vivir al soberao de mi casa. O sea, que seguía en mi casa del Postigo con mis familiares solteros. Compartía cocina y aseo, por llamarlo de alguna manera, y a dormir con mi marido me iba a mi habitación el soberao.
P.- ¿Aseo por llamarlo de alguna manera?
R.- En el cuarto de baño, la ducha era un bidón que teníamos que llenar previamente para poder asearnos. Esto en verano. En invierno calentábamos el agua y nos lavábamos en una palangana.
P.- No me has contado tu viaje de novios
R.- Fue muy bonito. Consistió en ir a Fuente Palmera, en Córdoba, a devolver a mi cuñado el traje de novio que le había prestado a mi marido. Estuvimos allí dos noches, las que él nos dejé quedarnos.
P.- ¿Y luego?
R.- Luego, como todo el que se casa quiere casa, nos compramos un sitio en el barrio la Rana que nos costó 25 duros y, a base de mucho trabajo, hicimos los cimientos a pico pala. Luego, mi marido preparó para echar las paredes y el tejado con palos de eucaliptos para que sirvieran para enmaderar la casa. Tuvimos que trabajar muchos sábados y domingos. Cuando estuvo terminada la casa, cuando mi primera hija tenía seis años, nos fuimos a vivir allí, en el barrio la Rana.
P.- Ya teníais casa propia. ¿Y luego?.
R.- Más de lo mismo. Era mi casa, pero comodidades, pocas. Seguíamos sin agua potable. Iba a la tienda del Bambo a por el agua. Seguíamos bañándonos con el bidón y la alcachofa y, además, no teníamos tubería para el agua sucia. En nuestra calle, Nuestra Señora de los Reyes, tampoco había luz, igual que en otras calles del barrio. Nos alumbrábamos con carburo. Era una calle sin aceras, enfangada en invierno, y pasándolo muy mal. En el trabajo se ganaba muy poco y estábamos deseando coger el jornal, que se cobraba diariamente. Incluso dejábamos algo a deber en las tiendas. En el barrio éramos todos vecinos muy humildes y como si fuéramos familia. Estaban la Ana la Pleita, la Ana de las Vacas, Paco Adalid, la Dolorcita de los Villarinos, los Monumentos y algunos más. Recuerdo que, con el tiempo, pudimos comprar un televisor y nos juntábamos todos los vecinos. Mi casa era nuestro cine, éramos como una gran familia.
P.- Y de nuevo otro traslado...
R.- En el barrio la Rana nacieron mis otros dos hijos. Pero mi marido compró un solar en la Alameda y montó su negocio una herrería. Entonces vendimos la casa del barrio la Rana y nos fuimos a vivir a la calle Alameda. Cogimos un remolque y transportamos los muebles. Allí me encontré con una casa vieja que había que limpiar, blanquear y acomodar. Mis vecinas me ayudaron mucho, sobre todo la Pioja, que cuidaba de mi hija pequeña. Otras me ayudaron a blanquear y a ordenar los muebles.
P.- En continua peregrinación.
R.- Vuelta a lo mismo, empezar la cocina, con el cuarto de baño fuera de la vivienda. Para ir al baño había que bajar escaleras. Gracias a Dios, el negocio mi marido iba bien. Tenía un socio, Mollete, con el que consiguieron hacer sus propias casas allí mismo, en la calle Alameda. Primero se hizo la casa del Mollete y, mientras hacían la mía, estuve parando en la suya. Y otra vez a cambiar muebles y enseres. Ya cuando mi casa estuvo para meterme en ella, de mudanza otra vez. Todavía no teníamos puertas ni nada, pero me fui para instalarme en mi nueva casa, ya con todas las comodidades por fin. Ahí ya me asenté y he estado muchos años viviendo allí, con unos vecinos muy buenos. Luego, tras fallecer mi marido, me fui con mi hija a la calle las Ratas y, para terminar, durante la pandemia estuve algún tiempo en la calle las Flores. Ya he vuelto a la calle las ratas. Así ha sido mi vida, de aquí para allá siempre. He recorrido muchos barrios y siempre puse mi empeño en estar cómoda en mis casas
He estado a gusto donde he vivido porque siempre encontré buena gente.