La memoria de los fontaniegos que peinamos canas guarda una copla que decía "yo soy un hombre del campo, no entiendo ni sé de letras, pero soy de la opinión que el que me busca me encuentra". La cantaba Manolo Escobar y añadía "Andalucía es la tierra del vino y del aguardiente. De las mujeres bonitas y de los hombres valientes". Es una copla cargada de tópicos que, sin embargo, define la mentalidad imperante en buena parte de la sociedad de Fuentes de aquella época. Gente que sentía orgullo de ser ignorante, "no entiendo ni sé de letras", y presumía de tendencia a la riña fácil, "el que me busca me encuentra". Pendencieros, analfabetos y a mucha honra, que se decía entonces. Mentalidad felizmente abandonada por la mayoría de la gente de aquí, aunque enquistada aún en algunos especímenes que se resisten a abandonar las cavernas.
En el campo, los jornaleros de entonces tenían que comer al sol y el que buscaba la sombra era un tirilla, un endeble. La deshonra. Había que ser duro y aguantar cuanto cayera encima. Aunque en verano el sol de justicia doblara los cuerpos segando trigo, el jornalero debía presumir de soportarlo todo estoicamente, tal como se ve en la película "Tierra de rastrojos". Cuando el hermano menor de un mayete se equivocaba echando garbanzos al chorro, el mayor se sentía con derecho a pegarle latigazos en los tobillos para que aprendiera a sembrar correctamente. La crueldad como norma. El hijo de un mayete se tenía que casar con la hija de un mayete porque era la forma de preservar la hacienda. Un mayete creía tocar con la punta de los dedos la alcurnia de una casa real. Sangre azul con sangre azul. Mayete con mayeta. Mayeta con mayete. Si el hijo de un mayete se casaba con una jornalera, los padres no querían a su nuera y el matrimonio quedaba maldito y las malas lenguas decían que ella iba por el interés.
La formación no valía nada, lo importante era ser duro y, sobre todo, arar derecho con los mulos. Como mulos. ¡Que inventen ellos! escribía el filósofo Unamuno por aquel entonces. Una minoría valoraba la cultura, mientras la inmensa mayoría presumía, como la copla de Manolo Escobar, de su analfabetismo. Reciedumbre de carácter, montaraces y ocupados apenas por llenar el buche. Sancho Panza algunos, sencilla gente de sentimientos simples. En aquel mundo, un hombre solo podía casarse cuando era capaz de arar derecho. Hasta entonces no era un hombre hecho y derecho. La máxima sapiencia era alcanzar el rango de aperador de un cortijo. No había más progreso que estar a cargo de las bestias, las herramientas y ser capaz de dirigir la cosecha.
Vivíamos en un mundo en el que si el hermano menor se casaba antes que el mayor, éste tenía que dejarle de hablar porque suponía una falta de respeto. Cuando llegaba el día de Todos los Santos, por la noche había que velar a los muertos. Cuando alguien se moría, la casa quedaba con los espejos tapados y sus habitantes obligados a permanecer un año sin escuchar la radio o ver la televisión. El luto duraba diez años y las mujeres se veían obligadas a llevar velo por la calle durante todo ese tiempo. Las viudas, aunque fuesen jóvenes, vestían de negro para el resto de sus vidas. Antes de abordar el plato dispuesto sobre la mesa había que bendecirlo y darle gracias a Dios por los dones recibidos. Nos gustaba el humor de un cateto llamado Paco Martínez Soria (en la foto de portada). Estaba mal visto que las mujeres fueran maestras de escuelas porque decían que cuando estaban dando clase pensaban en los quehaceres de la casa.
Tal como éramos. (Aunque a algunos les cueste creerlo). Si un hombre llegaba a 30 años y no se había echado novia ya era un solterón acomplejado al que no pocos daban de lado o lo hacían objeto de burla. A esa edad, una mujer tenía que tener tres o cuatro hijos o en esa familia pasaba algo raro. Si no estaba casada era porque se le había pasado el arroz. Separarse era una vergüenza, así que había que aguantar aunque hubiera que convivir con el mismísimo demonio. Los policías y guardias civiles eran todos hombres porque tenían que imponer la autoridad a ostia limpia. La mayor vergüenza de un padre era tener un hijo maricón, que además iba a ser el hazmerreír de todo el pueblo. La familia que tenía un hijo con algún atraso mental no lo sacaba a la calle porque la gente se reía de él, por lo que estaba condenado a vivir escondido bajo algún chamizo. Sociedad injusta y cruel.
Hasta que un buen día, sin saber muy bien cómo ni por qué, aquella sociedad dio un vuelco para dejar de meterse en la vida de los demás y abrazar el respeto por el discrepante, el diferente, el heterodoxo. Un síntoma de que aquello iba a cambiar fue el uso del bikini. Aunque a algunos les cueste creerlo. La llegada del bikini la vivimos muchos fontaniegos en Benidorm, a donde habíamos emigrado y donde volcamos todas las energías que no pudimos emplear en desarrollar Fuentes por falta de oportunidades. Benidorm era Fuentes con suecas en bikini. Fuentes era Benidorm, pero sin trabajo y sin playas en las que poder escapar de la solanera de la siega en agosto.
En aquel Benidorm lleno de fontaniegos emigrados, el alcalde Pedro Zaragoza se hizo popular por permitir el uso del bikini en plena época franquista, aunque fue denunciado por la Guardia Civil y el arzobispo falangista de Valencia, Marcelino Olaechea, le abrió expediente de excomunión. Tal como éramos. El alcalde arrancó su Vespa y se plantó en El Pardo, la residencia del dictador en Madrid, y aquella audiencia obró el milagro de la eliminación de las multas por escándalo público y la expulsión del acogedor seno de la iglesia valenciana. Hubo bikini -extranjeras medio en cueros, decían- aunque alguien con mejores ideas exclamó que por fin la humanidad había logrado inventar algo nuevo y diferente después de siglos viviendo de las rentas del que ingenió la rueda.
La verdad era que algo nuevo echaba a andar en aquel Benidorm pueblecito de pescadores durante siglos sumidos en la miseria. España entraba en la modernidad. Los lumbreras veían un futuro de hoteles llenos de extranjeros. El alcalde de Benidorm había tomado como primera medida importante al impulsar, en 1950, un plan de urbanismo que cambiaría el curso de la historia -cierto que después se le fue la mano, pero esa es otra historia- al transformar un pueblecillo de mala muerte en el Manhattan del Mediterráneo. El "Nueva York de España" tiene 134 hoteles, más de 7.000 apartamentos turísticos y un sinfín de bungalows y campings. Viendo Benidorm se hace cuesta arriba comprender por qué la especie humana tardó tanto tiempo en inventar el tractor, el coche, el avión o internet.
Pero llegó el bikini y con él, la nueva mentalidad. El proletariado es a la revolución industrial, como el tolerante es a la modernidad. Dejamos atrás convenciones, lutos perpetuos, complejos de clase, machos alfa de pelo en pecho, protocolos de casamiento, soberbias ignorancias... La mayoría aspiró a la universidad, la ciencia no fue cosa de otros -como los bikinis- viajamos, tuvimos teléfonos móviles e internet, conocimos otras culturas y supimos que no siempre lo nuestro es lo mejor del mundo.
Como hay gente adelantada a su tiempo, la hay atrasada. Siempre la ha habido. Recomendable es leer en estos tiempos de mentalidades trabucadas la novela "Maurice", de E.M. Forster, escrita en 1913, donde dos jóvenes reflexionan sobre la homosexualidad y van desnudando la hipocresía de las convenciones morales y religiosas del puritanismo. A la burguesía de principios del siglo pasado ya no le importaba más que cubrir las apariencias. Los jóvenes de la Inglaterra victoriana podían ser ateos y hasta homosexuales, siempre que mantuvieran la costumbre de acudir a la iglesia y guardaran las apariencias. En Fuentes por aquellas fechas aún tratábamos como animales a los discapacitados.
Cada época tiene su mentalidad, o casi. Otras veces, en cambio, parecen trastocarse las manecillas de los relojes y los cables de las cabezas y entonces ocurre que los tiempos pasados se hacen presentes y los presentes, pasados. El pasado se disfraza de futuro para engañar a muchos incautos que compran ideologías de saldo. El pasado, pasado es. Aunque la mona se vista de seda...