Carlos Pacheco, la leyenda del cómic de superhéroes de San Roque, ha fallecido. El hueco que deja es enorme. A mí nunca me interesaron mucho los superhéroes en mi infancia, yo era más de Mortadelo y Filemón. Mi hermano mayor, en cambio, tenía una gran colección que había ido adquiriendo con la paga de los domingos. Además de los propios, cada semana intercambiaba ejemplares ya sabidos por otros que, aunque no eran nuevos, él no conocía. El intercambio se producía en un kiosco de la avenida de Dílar, la calle principal de mi barrio de Granada.
A mí no me gustaban esos forzudos que se atizaban constantemente para evitar la destrucción del planeta Tierra. Aquel grupo tan variopinto de personajes con cualidades sobrenaturales me daba pena. “La Masa” (era así como se llamaba antes de que supiéramos inglés) era un desgraciado verde, con muy mal carácter que no ganaba para ropa. Thor era un hedonista manipulado por su padre y solucionaba todo con una machota, el martillo que les servía a los albañiles para tirar tabiques. El Hombre de Hierro tendría que pasar mucho calor dentro de su traje metálico. Spiderman, que era fotoperiodista (quién me iba a decir a mí en los setenta que esa sería mi profesión) era una especie de mutante arácnido. A mí todos estos personajes me parecían un grupo monstruoso de desgraciados.
En aquellos años sí que recuerdo que había otros superhéroes que no lo parecían y, pese a tener súper poderes, tampoco eran monstruosos. Tenían apariencia de normales. Había muchos en mi barrio, mi calle estaba llena. De hecho, no suelo alardear de ello, pero resulta que yo soy hijo de dos superhéroes, aunque sus aventuras no salían en los tebeos de Marvel. Mi padre, al que no veía casi nunca porque estaba librando la batalla de la supervivencia, peleando con letras de cambio, con proveedores y clientes, con la caja de ahorros o con hacienda, usaba el poder mágico de trabajar dieciocho horas al día para sacar adelante el pequeño obrador de pastelería que montó en mil novecientos setenta.
Mi madre no iba por la vida vestida de Wonder woman, pero barría y fregaba cuando no había aspiradoras, lavaba en un mundo sin lavadoras automáticas, cambiaba pañales no desechables, hacía la compra a diario, antes de que hubiera congeladores. Los fines de semana ayudaba a mi padre a hacer ppiononos, milhojas, petisús, barquillos, princesas y victorias. Cinco hijos criaron entre los dos. No era ninguna excepción, era lo normal. Mi familia era la típica de aquellos tiempos. Con los años, el trabajo titánico de aquellos héroes y heroínas obraron milagros en mi calle, en mi barrio, en Granada, en Andalucía, en toda España y sus pueblos, donde las heroínas, además de en casa, trabajaban deslomándose por cuatro chavos en el campo. El maltratado campo no lo levantaron los señoritos, ni sus manijeros, sino superhéroes y superheroínas arrancándole los frutos a la tierra. A veces teniendo que huir de ella, emigrando.
Esas mujeres y hombres sí que saltaban obstáculos y vencían adversidades sin llevar trajes ajustados. Tampoco alardeaban de sus victorias cotidianas. Era su obligación. Ellos no habían decidido nada, pero así era la vida. Les habían enseñado que éste es un valle de lágrimas, pero si alguna vez lloraban, de pura impotencia, era a escondidas. Un hombre no podía llorar, una mujer tenía que parir como una coneja, si era con dolor mejor, los anticonceptivos estaban prohibidos. Ese era el sistema, la presión venía por todas partes, la iglesia, la familia, los vecinos y, por supuesto, el régimen.
Ahora este pueblo capaz de recordar hazañas futboleras, con precisión minutada, no recuerda que nuestro gran país, culto y desarrollado, surgió del hambre y el frío y se levantó gracias al sudor. No sabe que hubo que sobrevivir en un régimen autoritario y fascista, a una crisis económica y moral crónica. Un tiempo de silencio que las nuevas generaciones no pueden imaginar. Si fuésemos conscientes de esto no maltrataríamos a nuestros superhéroes de los tiempos del franquismo, la represión, la pobreza, la incultura y el hambre, metiéndolos en residencias que solo son un negocio para los listos de siempre.
Yo, y probablemente usted que está leyendo este artículo, es descendiente de héroes que no son de cómic, sino del mundo real. Sus poderes especiales no han evitado ni la vejez, ni la muerte. Pero recuerde siempre que nada, ni la libertad, ni el bienestar, ni que los jóvenes hablen inglés, sería posible sin los héroes de la patria, esos a los que no se les levantan monumentos, pero se les da comida caducada en las residencias. Abra bien los ojos y verá que esto no solo ocurrió en el pasado. Verá que las calles están llenas de superhéroes de barrio que construyen cada día la sociedad del mañana. No son invisibles, están ahí, muchos no nacieron aquí, pero también acabarán en residencias cutres donde no hay lugar para la memoria.
Seguro que el gran Carlos Pacheco era hijo de uno de esos héroes, mucho más valeroso que los que él dibujaba de esa forma tan genial.