Los entrañables fastos de la impostura, del consumismo atragantado de gambas y la paz en el mundo hasta el ocho de enero, cada año duran más. Antes de que el yanqui, protestante y racista Santa Klaus lanzase una OPA hostil contra los Reyes Magos de Oriente, el petardo de inicio era la musiquilla en forma de letanía de los coros y danzas de los niños de San Ildefonso. En blanco y negro, con voz atiplada y pajarita, eran el chupinazo que anunciaba la celebración del cinismo disfrazado de caridad cristiana. Los críos con sus inocentes manos cantaban la excepción de la buena nueva y la mala nueva generalizada.

Los bombos dorados rotan como estrellas de la galaxia de los sueños. Giran removiendo las bolitas de madera de boj decidiendo para quién sonará el cuerno de la abundancia. Muy pocos serán los protagonistas lacrimógenos del telediario bebiendo “champán” barato y caliente a las diez de la mañana, besando una estatuilla de San Pancracio. A unos les tocará la pedrea, a otros las pedradas. Jurarán y maldecirán su suerte por no poder asesinar a la bruja del Euribor, ésa que cada mes devora su cuenta corriente, ésa que no les deja dormir de noche ni soñar de día.

Millón es una palabra obesa, el pasaporte a lo invivible, el ascensor de alta velocidad que libra de la caspa, aunque también es el billete al exceso paleto y hortera. “Si yo fuera rico, ludu ludu, ludu ludu, ludu ludu, ludu lú”. Canturrea el subconsciente mascullando entre dientes bajo el edredón cuando el insolente despertador acaba con el brindis en yate por las islas griegas en compañía de Ava Gardner. Un millón ya no es lo que era, ahora son sólo seis mil euros, aunque en realidad millón es una palabra abstracta como los cuarenta días y cuarenta noches de la Biblia, en matemáticas debería representarse con la letra N.

Un millón de lo que sea es mucho, es enorme y redondo, como se decía en mi barrio, es “munchísimo”. Un millón de personas se junta en el Rocío, en el carnaval de Cádiz, en la Magna procesión y en la Feria de Sevilla. Supongo que siempre es el mismo millón de personas, todo evento tiene derecho a su millón. Está formado, además de por lugareños, por desahogados ociosos que viven del aire o de la pasta gansa que les tocó en el sorteo extraordinario de hace varias navidades o de las rentas que con tanto sudor caribeño heredaron un día.

Siempre me he preguntado quién cuenta uno por uno a los capillitas, a los rocieros, a los feriantes, a los carnavaleros, a los manifestantes, a los bañistas de la Costa del Sol, a los esquiadores de Sierra Nevada… Sé, eso sí, por los datos del SAS, que casi un millón de andaluces espera pacientemente a que los vea un especialista. Que te vea un médico sí que es una lotería. Necesitamos más luces, más espumillón y muchas más bolas, decididamente hay que financiar las corridas de toros, a ver si así conseguimos meter un millón de espectadores en una plaza de toros.

Ahora arriba, ahora abajo, la rueda de la fortuna sigue girando y las y los niños de colores cantan, sosamente y con la voz más grave que antes, los números de la alegría. Cada año me invade la melancolía porque las voces infantiles me devuelven a mi infancia y marcan el paso del tiempo como un diapasón, tic toc, tic toc. Llegó el día de la salud y el trabajo, consuelo de los que siempre pierden, que se ve aliviado por la risa de los anónimos habitantes de un pueblecito de Palencia. Entonces, con sana envidia, uno se imagina abrazando a un vecino con los ojos húmedos, que le habla de tú a tú a un micrófono sobre el coche eléctrico que se comprará, el jamón con chorreras que se va a zampar.  

La suerte es un trampantojo, no existe, sólo existe la mala suerte. En la vida tenemos más posibilidades de contraer un cáncer, sufrir un infarto agudo de miocardio o tener juanetes, que nos acaricie el gordo. Pero lo deseamos, para esto no hay gordofobia. Como sabemos, aunque no lo pensemos mucho, cada año le toca a la Agencia Tributaria, que somos casi todos. Es el único acto en el que algunos le pagan algo a Hacienda. Solo la muerte es el premio definitivo, el que toca sin jugar ni una sola participación. A algunos cerdos, se me ocurren muchos, nunca les llega su San Martín. A otros, que nacieron vacas flacas, morirán sin engordar un gramo, les debería tocar al menos el reintegro, lo que se jugaron y les robaron los trileros, pero nunca encuentran la bolita.

“Volverán los brillantes bombos, por mi televisor sus premios a cantar”. A mí me tocará como siempre no ganar, que no es lo mismo que perder, pero se le parece mucho.