Siempre me han contado que vine al mundo entre las tres y las cuatro de la mañana. Yo dije "aquí estoy" mientras la ciudad se acostaba con Morfeo, quizá por eso la noche me gusta tanto. La oscuridad temporal a la sombra de la Luna opalina, el silencio forzoso y la pausa necesaria, permiten la renovación del espíritu, la reconfiguración de las neuronas. Este estado íntimo del ánimo permite el olvido programado de recuerdos fútiles, dolorosos o inconsistentes. Para poder sanar una herida, antes hemos de fabricar una costra que proteja el crecimiento de una piel futura.

Reconozco que mi querencia natural por la oscuridad vino marcada por mi lugar de nacimiento, pero sobre todo por la época. Desperté de la adolescencia en los “locos años ochenta”, en Granada, ciudad en la que la sexta parte de la población de hecho estudiaba en la tercera universidad más grande del país. La noche era asequible, estaba al alcance de todos, todos y todas hacíamos uso de ella. Aprendí mucho en madrugadas interminables de charla con gente mayor, más culta, más inteligente, más leída y más vivida que yo. Cuando uno tiene vocación de autodidacta tiene que agudizar mucho el oído. Parte de lo que soy se lo debo a criaturas de la noche de diverso pelaje. En aquella época la calle Pedro Antonio de Alarcón, sus paralelas y sus perpendiculares, eran un congreso en permanente debate sobre la generación del tardofranquismo, que sin haber sufrido los rigores más extremos de la dictadura, había sido adoctrinada por Dios y por España.

Echo de menos aquella época. Ahora nada es igual, ni los bares, ni los precios de los bares, ni la gente, ni el precio de la gente, ni los anhelos. Ahora los sueños tienen precio. La verdad es que los ochenta murieron en cuanto llegaron los noventa, todo lo demás es literatura nostálgica. Pero la noche me sigue gustando, aunque sea para ver intempestivamente películas de Edgar Neville en la tele. Pese a ser fotógrafo y necesitar la luz más que el resto de los mortales, soy consciente de que sólo en la realidad diurna se puede conseguir un filete. Así que tuve que acostumbrarme a ser un vampiro con gafas de sol.

Reciclado a la fuerza en un noctámbulo diurno, no oculto mi necesidad del disco solar, pero no de cualquiera, necesito el Sol andaluz. No es que sea un chauvinista, es que he probado otros y no son de mi talla. Me he emocionado viendo a un bailarín vestido con una coroza gallega, un traje ancestral hecho de paja para protegerse de la lluvia, dando saltos al ritmo de un tambor, todavía resuena en el Viveiro lucense que vive en mi recuerdo. He alucinado con los espectaculares bosques vascos y las praderas asturianas que se ven desde la ventanilla del tren de vía estrecha ¡Qué hermoso es el norte de la península!

Extasiado con la belleza del paisaje y la buena gente, me imaginé durante treinta segundos a mí mismo viviendo en La Coruña. Pero rápidamente recordé cómo me afectan los cielos nublados, cómo me entristece el gris sobre los tejados. Necesito el brillo del Sol de invierno de mi tierra, calentar los huesos en las frías mañanas. Con pisar la calle, una corriente continua me atraviesa, cuando bajo a comprar el pan en mi barrio de Castilleja. Subo acalorado desde Sevilla y Pepe el de La Bodeguita pregunta ¿una? Claro, le respondo y entonces me tomo la cerveza de golpe, casi sin tocar el vaso, ahhhh…

Sabe mejor si hace mucho calor. A veces creo que soy como la salamanquesa que vive en mi balcón, necesito la energía solar para funcionar. Por triste que esté, la luz, esa que tanto me gusta cazar y guardar como un tesoro, siempre tiene una respuesta. Ruidosa sí, excesiva con frecuencia, delatora siempre, necesaria para respirar, aunque en verano llegando a casa a la hora de comer, escucho la voz de Enrique Morente cantando “asesinao por el sielo”. Cuánto sabía Lorca de esto de ser andaluz.

Necesito, como si fuese un geranio, una luz que me permita hacer mi fotosíntesis particular para que la máquina bioquímica que soy funcione y me permita mover mi pesada osamenta por aceras de granito y hormigón. Nunca puede haber sobrecarga en el sistema, aunque tenga que untarme, como si fuese un mollete de Antequera, de protector solar con un factor de ciento diez. Aunque mis venas azules tengan que aflorar a la superficie para poder respirar. No me quito de la cabeza la imagen del océano devorando al Sol, mientras un barco va a su encuentro imposible en el Estrecho.

En esta tierra no hay inútiles porque, por necio, irresponsable y vago que sea alguien, nadie podrá decirle nunca que no hace nada. Hasta el mayor de los bodoques, patanes, rebañaorzas o saltabalates, en cuanto sale el Sol, hace sombra.