Los que venían a lo que se llama "hacer la feria" o feriantes empezaban a llegar al pueblo unos días antes de que arrancara la fiesta: entre otros, los turroneros y vendedores de baratijas que montaban sus tenderetes a lo largo del postigo. Entre los turroneros recordaré al Viruta y a la Rubilla del turrón, que eran del pueblo y ponían la caseta enfrente de la Encrucijá, en la esquina de la calle Lora con el Postigo. El resto del año vendían garrapiñadas y otras dulzainas con un carrillo en la plaza. También venían algunos tratantes de ganado con sus chaponas negras y que pasaban la mañana en el mercado del ganado que se ponía enfrente de la calle Santa Cruz, mirando de hacer algún trato ventajoso con la compra de algún mulo o borrico que luego revenderían en la feria de otro pueblo, con objeto de ganar algo en la transacción. Los tratos solían cerrarse con una copa de vino o aguardiente en el tenderete que montaban, cerca de la plaza de toros, con cuatro troncos y unas pencas de palmera para protegerse del sol.
Recuerdo muy bien a un rubio pelirrojo que montaba un puesto de bisutería barata al lado de la puerta de Cecilio y cuando no había clientes en la tienda venía a echar buenos ratos de conversación con el tendero, hablaban del negocio y el pelirrojo comentaba con Cecilio el material que ponía a la venta y el importe de lo que solía vender durante los tres días de feria. Si no recuerdo mal, vendía unas tres mil pesetas diarias. Decía que la feria de Fuentes era una de las mejores de la zona para el artículo que él llevaba. Cecilio siempre le daba consejos de cómo ahorrar gastos y hacer más próspero el negocio. Echaban largas parrafadas que el otro dependiente y yo escuchábamos con suma atención. También estaban las casetas del tiro al blanco, una de las más conocidas era la del Koky. La tirada valía una peseta y tenías derecho a tres plomillos. Esto del tiro al blanco era un negocio bastante saneado, pues las escopetas tenían el punto de mira tan desajustado que acertarle a la bola era poco menos que un milagro.
Por aquellos días también aparecía por el pueblo un sujeto que vendía garbanzos tostados o los cambiaba por crudos, una medida de tostados por dos de crudos. Los garbanzos los tostaba en una olla de barro sobre una especie de hornillo que se fabricaba con terrones detrás de la caseta de los señoritos. El combustible empleado para tal labor acostumbraba a ser caña de maíz que el fulano encontraba en abundancia en los campos cercanos. Por las tardes, el individuo en cuestión también echaba una mano con las cunitas, para ponerlas en marcha o frenarlas cuando terminaba el viaje. Asimismo, lo vi alguna vez vestido de bruja y dando escobazos en el tren chiquitito. Era un individuo polivalente y se agarraba a todo lo que le permitiera ganar una peseta.
También estaba el que vendía los camarones, con su chaqueta blanca y su canasto plano, a seis reales el cucurucho chico y a diez reales el grande. Los cucuruchos estaban hechos de papel de periódico. Cuando llegaban a Fuentes los camarones seguramente habían corrido la Ceca y la Meca, pero llevaban tal abundancia de sal que su correcta conservación estaba más que asegurada. Otro que no faltaba ningún año era uno que vendía bastones y pitos de caña. La churrería y las papas fritas solían ir a cargo de Federico Villanueva, que montaba los fogones enfrente del convento de las hermanitas de la Cruz, en la esquina de la calle Humildad con la calle las Ratas. Los helados corrían a cargo de los valencianos de turno, que solían venir a primeros de junio y acostumbraban a marcharse a últimos de septiembre.
Entre los forasteros que venían a ganarse la vida en aquellos días había un personaje que siempre me llamó la atención, Andrés el de las bicicletas. Era un hombre más bien alto, que siempre vestía un mono azul, que llevaba arremangado hasta la mitad de la pantorrilla, y boina negra que casi nunca se quitaba. Era bastante calvo. Venía ocho o diez días antes de que empezara la feria y se asentaba en medio de los arbolitos en un cacho de terreno próximo a la carretera de la Barrosa, un poco más abajo de la caseta de los señoritos. Su negocio consistía en unas treinta bicicletas de todos los tamaños y modelos en las que, por el módico precio de dos reales, te permitía dar un paseo que iba desde el Portillo hasta el pozo la Reja y vuelta. Con las bicicletas de Andrés aprendimos a montar la mayoría de los chavales de Fuentes.
El cacho de carretera que iba desde el Portillo hasta el pozo la Reja era muy pedregoso y allí nos dejamos las rodillas, pues a pesar de que el que tenía los dos reales para dar el paseo siempre contaba con algún asistente que le ayudaba a sostenerse a cambio de que les dejaran montar algunos metros, los aterrizajes forzosos eran lo más frecuente. Tenía Andrés una hija, Maruchi, chavalilla de nueve o diez años que montaba en un monociclo como los artistas de circo. Como reclamo para su negocio, Andrés la mandaba a hacer mandados por el pueblo, encaramada a esta bicicleta de una sola rueda y la muchacha se paseaba por el pueblo sosteniendo una hogaza de pan o una esportilla con huevos, además de mantenerse en equilibrio sobre aquel artefacto.
Andrés se pasaba el día arreglando pinchazos y repasando las bicicletas, algunas de la cuales debían de tener más años que Matusalén. Era un hombre de agradable e interesante conversación. Acabadas las fiestas, desaparecía como todos los otros feriantes, para reaparecer puntualmente unos días antes de la feria del siguiente año. Los que gracias a las bicicletas de Andrés habíamos medio aprendido a montar, pasábamos el año pidiéndoles a nuestros padres que nos compraran una bicicleta.