“Si solo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres todos”. San Pablo. Corintios- 1. 15. 19.

Mientras los rayos de sol achicharran los adoquines de las calles y rebotan sobre las paredes encaladas, en la penumbra de esta tarde cansada y silenciosa, el templo, con una frescura divina y singular, digiere los últimos rezos del día. Una persona abstraída barre y limpia con descuido rutinario las desgastadas bancadas de madera. En su ensimismamiento parece estar dando rienda suelta a su imaginación, y gracias a ella puede fantasear que vuela a un jardín secreto, al espacio exterior, a las profundidades marinas, pasear en globo o bien bañarse en un irresistible oasis del desierto.

Sobre la tundra de pensamientos que cruzan y pueblan su imaginación, escoba en mano, ha detenido su mirada saltona y abollada en el altar mayor y, obviando la genuflexión, como si se tratara de un suspiro incontrolado y rebelde que le trascendiera, se le escucha exclamar un apagado “¡ay, si tú volvieras!”.

Y así, con el barredor ceñido como cetro de Moisés, arropado en su soledad, prosigue su desdén.

“Sí, si tú volvieras… de verdad que te seguiría para que hicieras el milagro de convertir en realidad mis locos sueños. Aquellos sueños infantiles saboreando los vuelos de palomos libres, por torres, campos, a cielo abierto. Y te ofrecería mis mejores cohetes y un alegre repique de campanas capaz de resucitar a los muertos, mientras el pueblo, distraído en su opio, pensaría que vuelven las chifladuras de un delirante bético.”

“Si tú volvieras… de verdad que te entregaría mis ropas viejas para vestirte sin oro ni boato. Para que vivieras, confundido entre los pobres, los lamentos del desencanto.”

En la penumbra de esta tarde de luz oscura, cuando el hato de las almas beatas han sido idas en paz, se oyen como susurros las voces reprimidas de los viejos recuerdos de un sesentón sacristán, dispuesto a morir en el intento contumaz de reencontrarse, pero siempre buscando de reojo un hueco por el que cobardemente escapar.

Recuerdos que, con los años, parecían idos y perdidos, pero que siempre quedan como un remanso de melancolía en el lado oscuro de la memoria que ya comienza a tartamudear.

“Creo, amigo, creo que tuve razones para traicionar mi caridad, aquella ocasión que me vi empujado a darle una ristra de capones a Pepe el Calvo, cuando cada vez que nos cruzábamos me llamaba con sorna incomprensible algo así como “A-ti-to-mo”, y descubrí que tras el trabalenguas se escondía “el tonto de los palomos”.

“Pasé mi sarampión ideológico, cierto, como todo joven que se esfuerza en abrir los ojos. Y no me arrepiento de esos granos que marcaron mi piel, pero también te confieso que aquellos panfletos clandestinos que escondí entre leñas del sótano, no hablaban sólo de hordas y de rojos, también nos instruía en la solidaridad, que es similar al amor al prójimo; nos hablaba de las injusticias y la lucha de clases, muy similar a la igualdad que predicas entre semejantes. Eran escritos revolucionarios, perseguidos y profanos, sí, como revolucionarios, proscritos y perseguidos fuisteis los primeros cristianos”.

“¡Ay, si tú volvieras, y de verdad demostrases a los incrédulos ateos que eres capaz de convertir en vino todo el agua que salpica en la fuente del paseo! Convertirla en un vinillo que, por mucho que de él se bebiera, solo alegrara, con un pequeño mareo, sin emborrachar en exceso... Entonces creo que a mí, a mí me tendrías por aquí como un sacristán eterno y confeso”.

“Sé bien que a la verdad, señor, a la verdadera verdad, es algo escalofriante sostenerle su mirada. Es un pulso de retinas incisivas, difícil de soportar. Y por eso buscando desahogos muchos te personifican como el camino, la vida y la verdad, pero dime, buen pastor ¿cómo trashumar por estas veredas, por este viaje vital pensando que el camino se acaba, se acaba sin más, en un final, sin cantos, sin pájaros, sin árboles, sin hijos, sin vida más allá? Y me pregunto muchas veces, como tú, como yo, como cualquier mortal, qué es lo que hace que nuestra vida tenga sentido y nos haga vibrar al mirar atrás. Y empiezo a interpelarme entre el ser o el hacer. ¿Qué es más importante, dime señor? ¿Hacer? ¿O quizás sea más trascendente lo que ciertamente uno es?”

“¿Ser o hacer? ¿Dónde está el mal y dónde está el bien? Por eso aquel pato cazado en mis perchas, ¡ay mis perchas dibujando el horizonte entre tejados!, lo traté como si fuese un palomo buchón abandonado, por mucho que el hijo del médico don Felipe me lo reclamara como suyo al escaparse de su corral en un vuelo raso insospechado. Bastante me costó mantenerme y contenerme, del mal, del bien, cuando el padre ilustrado me reprochó aquello de “¡en vez de robar patos, roba libros, mellizo renegado!”.

En la penumbra de esta noche de luz que todo lo oscurece, sin cirios, velas, ni mariposas en aceite, un sacristán dudante se confiesa, se estremece, trasciende… Para finalmente, como buen hijo de tendera y de panadero, perderse en su propio laberinto, pensando en el milagro del pan y los peces.

“No sé, claro que no sé quién dirige este teatro, cómo, ni por qué… ¿quién lo pudiera saber?

Pero aquí me tienes subido en este tablado, que si todo esto es mentira, mentira soy yo también. Y si me reprochas que yo te abandoné, ¿dime dónde estabas tú cuando te necesité?”

“Todavía recuerdo aquella huida vertiginosa con derrapes por el ruedo, las calles y la estación, perseguido por cientos de voces roncas que gruñían fuera de sí, como gorrinos camino del matadero, “¡suelta al Cateto, suelta al Cateto!”. Aquello fue, acomodado a tus enseñanzas, “el pecado del becerro”. Un maltrecho perro por el que me daban quinientas pesetas por alejarlo y quitarlo de en medio, y resultaba que era el ser vivo más querido del barrio”.

En la penumbra de esta noche ya caída sobre las vidrieras elevadas, un viejo sacristán barre el polvo para remover sus propios deseos terrenales y sus dudas, mientras friega la suciedad para liberarse de sus ataduras. Un sacristán, auténtico mester de sacristía, que nos parecía que vivía con una atónita simplicidad y de pronto encuentra el momento y toma tiempo para contemplar al yo, al tú, y siente la necesidad de escucharse a sí mismo hablándole a un altar.

Porque a veces, una tarea cotidiana, sencilla y repetitiva puede transformarse en el momento ideal para una meditación, una profunda reflexión, un encuentro inusual, un volver a empezar.

“¡Ay, si tú volvieras…! Si tú volvieras yo dejaría de soñarte tanto, y me aclararía en este lio que tengo con mis tentaciones carnales y las miradas castas y amenazantes de tantos santos.”

“Te miro, y no te veo como dios, ni como salvador, ni redentor, ni pastor, ni señor. Te observo y en ti me veo… simplemente yo. Y mi conciencia taciturna y turbulenta te habla en silencio, e igual que yo lo haría, tú me observas circunspecto, y te ríes y parece que escucho (¿es mi conciencia? ¿son tus labios?) algo así como “Faustino, buen Faustino, san Fausto, me parece muy bien eso de soñar despierto… pero acaba con la faena, anda, y déjate ya de tantos cuentos.”