Campanas doblan, campanas / campanas doblan a muerto / sus voces, aunque lejanas / en mi corazón las siento. Dicen por ahí que, al final, todos los cementerios se convierten en jardines. Eso es lo que le pasó al de Fuentes hace más de treinta años. La noticia del derribo del cementerio viejo de Fuentes y el traslado de los muertos al nuevo me causó una tristeza enorme porque, además de algunos familiares, allí había enterrados un montón de recuerdos de mi niñez. Los recuerdos también mueren y los enterramos allí donde nacieron y crecieron. Las hojas de los árboles del cementerio caen, las estaciones pasan, pero sólo el recuerdo es eterno, y dulce la memoria que nunca se marchita.
Entre los años 50 y 60, para los chavales del Postigo, el ritual del día de difuntos consistía en salir a la calle por la mañana con los tostaores de asar castañas. El artilugio lo fabricábamos con una lata vieja, a la que le hacíamos unos cuantos agujeros en el culo y dos más en la parte superior, cerca del reborde, y que servían para acoplarles un asa de alambre de longitud proporcionada a la estatura del usuario para que al hacerlo girar no pegara en el suelo. Después le metíamos al tostaor unas cuantas ascuas del fogón o una paletada de cisco del brasero. A continuación, encima de las brasas le poníamos unas cuantas castañas con la corteza cortada con la navajilla -este detalle era de vital importancia para la seguridad del usuario- y por último, sujetándolo por el asa de alambre, le dábamos aire haciéndolo girar en un movimiento de molino molinete para avivar las brasas y que las castañas se tostaran con rapidez. Los incidentes que llevaba asociado su uso, como latazos en la cabeza del que tenias más cerca, o morros chamuscaos por una castaña a la que no se le había hecho el corte, requeriría capítulo aparte. El que los utilizó se hace a la idea.
Por la tarde íbamos al cementerio. Bajábamos por la calle la Rosa, seguíamos por la calle la Huerta y después subíamos por la carretera de la Barrosa. Desde el Postigo habríamos acortado camino yendo por la calle Humildad, el Portillo y el pozo la Reja, pero aquel día seguíamos aquella ruta por coincidir con el resto de los fontaniegos que iban a visitar las tumbas de sus familiares. A pesar la solemnidad del día, del negro de los vestidos y de la seriedad de la concurrencia, además del lúgubre sonar de las campanas, ding dong, ding dong, nosotros hacíamos el camino saltando, corriendo, empujando a la gente, riendo sin recato...
Hasta que nos acercábamos al cementerio y detectábamos la presencia de Corrillo el Enterraor. Su presencia hacía que cambiásemos radicalmente de actitud. En aquellos años, en Fuentes el que sospechaba que, por edad o por achaques, la Parca lo seguía más de cerca de lo que fuera deseable, no decía pronto me iré al cielo, al infierno al purgatorio. Ni siquiera decía "al puesto que tengo allí", como cantaban los falangistas en el cara al sol. Cuando intuían que iban a morirse, los fontaniegos de entonces decían "pronto me iré con Corrillo". El personaje se las traía.
No sé desde cuándo ejercía la profesión en el pueblo, ni si su participación en los hechos del 36 y algunos más se limitó a sepultar a los que cayeron al pie de la tapia. Lo que sé es que cuando exhumaron los restos del brigada Martin Conde, personaje de infausta memoria para el pueblo, creo que fue entre los años 56 y 58, se me permitió asistir al espectáculo en calidad de monaguillo. Corrillo retiró la lápida, abrió el nicho y la caja, puso los despojos en un cajón de madera y los expuso a la vista de los allí reunidos, viuda e hijos del difunto, autoridades curas y monaguillos. Si lo mataron en agosto del 36, llevaba unos veinte años muerto. El esqueleto, totalmente descarnado, pero de un color asqueroso, también estaba totalmente desensamblado.
Corrillo removió el contenido del cajón donde estaban los restos de Martín Conde con las manos desnudas. De tanto en tanto sacó un objeto que mostró a la concurrencia mientras daba algunas explicaciones que yo no llegaba a oír. Ignorando la mirada de reconvención que me lanzó el cura, me acerqué para enterarme de lo que decía. Entonces, Corrillo cogió la calavera tumefacta y, levantándola en alto, la mostró a un auditorio que hacía esfuerzos para no descomponer el gesto. Sin gorra, con los pelos alborotados por un ligero vientecillo, la calavera sostenida en alto con las dos manos, Corrillo encarnaba a la perfección el Hamlet más genuino que yo viera posteriormente en cine o teatro con el correr de los años. Pero como Corrillo ni había leído a Shakespeare ni hacía teatro, aunque representaba muy bien su papel, señalando los dos orificios que perforaban el hueso y que no correspondían a ninguno de los previstos en la natural anatomía, en vez del archiconocido "ser o no ser, esa es la cuestión", dijo "por aquí le entró la bala y por aquí le salió".
Corrillo era mucho Corrillo. Vivía solo en una casilla al lado del cementerio. No sé si era soltero, viudo o separado y tampoco me aventuro a echarle una edad. Los únicos detalles de su vida privada que conozco son los que él mismo hacía públicos en sus visitas periódicas al puesto de Paco el Pintao para aprovisionarse. Cuando lo veíamos venir por la calle Humildad, con la bicicleta y el canasto colgado del manillar, corríamos a encajarnos en uno de los bancos de madera que tenía el Paco en el puesto. No queríamos perdernos nada de la conversación. Solía venir por la tarde, cuando el establecimiento estaba atiborrado de mujeres que iban a comprar lo necesario para la talega.
La tienda a esa hora parecía un gallinero alborotado con todas las mujeres pidiéndole a Paco que las despachara primero, para lo cual esgrimían, en general, el común argumento de que "va a venir mi marío y no tendrá la cena puesta". Pero en cuanto Corrillo traspasaba el umbral, cesaba el alboroto y se hacía el silencio como por ensalmo. Superada la primera impresión, alguna se atrevía a decir "Paco despáchalo a él primero", y allí no chistaba alma terrena. Recuperada la normalidad y mientras Paco despachaba al sepulturero, las conversaciones volvían a remontar el vuelo y si se trataba de la relación entre los matrimonios, él no tardaba en meter baza diciendo que todo eso del amor y el querer estaba bien para la copla, pero que eran cuentos, que él había tenido unas cuantas queridas, calificativo muy en boga en la época, que se había gastado mucho dinero en ellas y que al final lo habían dejao tirao.
La situación alcanzaba el clímax cuando alguna afirmaba que el verdadero amor era el de los hijos. Él replicaba que ése era otro cuento. Que los hijos te sacan todo lo que pueden y cuando los necesitas en la vejez te abandonan como a un perro. "Y no hablo por hablar", concluía sentencioso. Al oír esto, algunas se santiguaban diciendo ¡Jesús, Jesús, Jesús! Otras ya lloraban a lágrima viva. Como buen profesional, a Corrillo le gustaba rematar la faena con un pase de filigrana y así, cuando ya tenía los mandaos en el canasto, al dirigirse hacia la puerta se acercaba a aquella de la concurrencia que podría ser la siguiente en traspasar sus dominios del cementerio -el joío tenía buen ojo- y, poniéndole sobre el hombro una mano que pretendía ser amistosa le decía con un guiño de complicidad, "bueno, fulanita ¿cuándo te vienes pallá?. No esperes al frío mujer". A continuación, Corrillo cogía su bicicleta, volvía a colgar el canasto del manillar y se alejaba en dirección a su casilla, mientras a la pobre mujer le echaban aire con un papel de estraza a modo de abanico.
Pero volvamos al cementerio. Aquella tarde del día de difuntos, en cuanto franqueamos la cancela, Corrillo nos dirigió una mirada significativa para recordarnos, sin palabras, que no hiciéramos ninguna de las dos cosas que nos tenía expresamente prohibidas. Aunque el joío sabía de antemano que encontraríamos la manera de burlar su vigilancia. La tarde de difuntos oficiaba de maestresala por los pabellones del cementerio, hablando con la gente, dando indicaciones para encontrar el nicho de fulanito o menganito, repartiendo siniestras sonrisas a diestro y siniestro y, en fin, procurando que la fiesta transcurriese en paz para muertos y vivos. Siempre me pareció observar una cierta circunspección en su trato con los ricos, en vez del escandaloso y habitual pelotilleo, pero lo consideré una peculiaridad del oficio, más que una virtud por su parte.
La primera de sus prohibiciones era entrar al pequeño recinto donde enterraban a los herejes, los suicidas y los que murieron sin bautizar. Estos últimos eran criaturas de pocos días o pocas horas. A los angelitos la iglesia prohibía enterrarlos en terreno "consagrado" para desprecio de sus pequeñas vidas y oprobio de sus familias. En esto, como en tantas otras cosas, la iglesia era sensible al dinero y las conveniencias políticas y sociales. Seguro que hubo suicidios que pasaron por accidentes, herejes que en el último instante renunciaban a Satanás por el expeditivo método de cambiar alguna cláusula de su testamento, y recién nacidos bautizados en un post-mortem que la iglesia convertía en un in extremis por obra y gracia de un buen donativo.
La segunda prohibición era asomarnos al güesero (el osario). Iniciábamos el recorrido por los pabellones señalando de vez en cuando a algún punto concreto, allí está mi tito, allí está tu abuelo. Nos acercábamos a algunas lápidas y leíamos en voz alta las inscripciones hasta que a Corrillo lo requería un parroquiano que lo obligaba a alejarse de la puerta. Sabíamos que lo entretendría un buen rato y entonces salíamos disparados hacia nuestros objetivos. Estaban muy cercanos el uno del otro. El recinto no consagrado era un rectángulo de tierra de modestas dimensiones y luego, subiendo unos escalones, se llegaba a una mesetilla. Allí, oculto por una tapia que superaba en una cuarta nuestra estatura, había una especie de alberca llena hasta la mitad de calaveras, tibias, fémures, omóplatos... Era el güesero.
Para superar la altura de la tapia nos dábamos la pata unos a otros, igual que para montarse en el borrico. Como no nos cansábamos de mirar, pronto se oía la voz del que había quedado vigilando los movimientos del enterrador, eh venga salid alguno que yo también quiero mirar. Cuando nuestra morbosa curiosidad había quedado satisfecha, creo que Corrillo nos concedía deliberadamente el tiempo necesario, salíamos de allí y con cara de no haber roto un plato nos dirigíamos hacia la que desde hacía algunos años era la última estación de nuestro particular vía crucis por el cementerio el día de los difuntos, la tumba de Manolo, el hijo del espartero, que no estaba muy lejos de la entrada, y del que hablaremos en otra ocasión.