De niño siempre pensaba en lo que quería ser de mayor. A estas alturas ya lo tengo claro, quiero ser tertuliano. Salir hablando por la tele y la radio, ir de plató en estudio soltando discursos consignados, ser un bombero/pirómano contra el fuego enemigo. Utilizar argumentos comodines para defender o atacar dependiendo de si hablo de los míos o de los suyos. Quiero hablar de oídas sin tener tacto ni olfato. Pontificar sobre sobre el Papa, sabiendo sólo que viste de blanco. Quiero lanzar bombas de mano desde mi búnker, con el puño de hierro y la lengua bien depilada.
Quiero defender con palabras prestadas la ciencia infusa que Dios me dio y el conocimiento adquirido en Wikipedia. Ya me veo alrededor de una mesa, rodeado de mindundis incapaces de apreciar mi talento para vender el argumentario oficial. Analizaré sesudamente la actualidad, escudriñando los entresijos de la realidad palpitante, en lo que dura un viaje en taxi entre tertulias. Le tomaré el pulso a la ciudadanía preguntándole a un camarero y propondré soluciones tan instantáneas como solubles, mientras desayuno una tostada con manteca de cerdo baja en calorías.
Mamá, mamá, yo quiero ser opinólogo, o por lo menos opinero, y compartir el espacio estelar con viejas glorias de la política desahuciadas de la vida pública, que un día tuvieron mando en plaza y ahora toman el sol en la plaza. Líderes de otra era, que no consiguieron que su cara saliera en los billetes, que afirmen solemnemente: en mis tiempos esto no pasaba. Desmemoriados que compartieron el paraíso, con la abeja Maya y David el Gnomo en un país multicolor que nunca existió. Seré como el marido sorprendido en brazos de la vecina que dice sin despeinarse: “cariño, esto no es lo que parece”.
Me gustaría compartir la pequeña pantalla con periodistas de rancio, rancio, rancio, abolengo. Ser una navaja suiza, valer para todo, saber de todo, todo y todo. Tener un coco enciclopédico en el que me cupiera la humanidad y sus misterios, ponerme el mundo por montera y tras hacer el paseíllo, entrar a matar al volapié. Darle tantas vueltas a las palabras (como da vueltas un chupa chups en la boca un crío) y desgastarlas hasta dejarlas en el huesos. Salirme por la tangente y también por la cosecante siendo un cateto obtuso. Mear fuera del tiesto o, como decía elegantemente Marcos Mundstock de Les Luthiers, “reflexionar fuera del recipiente” y liarla parda o al menos beige. Ser un excelso erudito de la nada huera sin que se me note.
Puedo ser un erudito orador y hablar de la “oblación” del clítoris en Latinoamérica, de los diamantes de sangre en Filipinas, de los gauchos de la península arábiga y de la Camorra milanesa y su relación con la “mocomafia”. Podré explayarme ensartando tópicos sobre lo violentos que son los vascos y lo tacaños que son los catalanes, sobre lo mucho que lloran los gallegos y lo vagos que son los andaluces. También sobre la delincuencia magrebí y la subsahariana, sobre los menas violadores. Al borde del abismo, nos rompemos mientras nos hundimos, clamaré desde el púlpito de las etéreas ondas por la libertad, la libertad de mercado. Sé tanto porque soy un híbrido entre Rappel y la Bruja Avería. Veo lo que tal vez, quizá, quién sabe, podría pasar. Vamos, que aseguro que pasará. ¿No lo estoy diciendo yo?
Competiré a mordiscos con bisoños jabatos, aspirantes a orondos plumillas en proceso de enranciamiento, que opositan a ser glorias de la comunicación añeja, esos que deslumbran con sus dientes de sable con brackets invisibles. A fin de cuentas nacimos ayer, el pasado no existe, viva la cándida adolescencia, viva la ignorancia, viva el perreo en Tik Tok. Pero seré flexible, como aquel “periodista” barcelonés que conocí, que era independentista en una radio y españolero en otra. Cambiaré de opinión en cuanto el Levante role a Poniente, la coherencia es para los cobardes.
Eso sí, tendré que tener mucho cuidado, no vaya a ser que me encuentre con un contertulio que, además de decir lo que sabe, sepa lo que dice. Esas tipas y tipos, aunque pocos, son terribles, eso de hablar con conocimiento de causa... Critican a los unos y también a Atila, a los azules, los colorados y a toda la gama de colores Pantone. Por eso acaban cayendo mal a la mayoría de los coros que dan el cante desde su trinchera. Si todo el mundo fuese así, sí solo hablaran los que saben, yo no podría aspirar a ser tertuliano. Pero la realidad es otra, el mediocre siempre triunfa porque siempre traga. Discurrir con sensatez requiere esfuerzo, además de valentía. Pensar es peligroso, siempre se corre el riesgo de fracasar. Calcar un discurso tiene muchas ventajas, se le puede echar la culpa a otro.
Puedo ser tertuliano, mensajero, correveidile, profeta del caos y, ya puestos, felpudo. Siempre que me paguen bien.