Cuando ayer leí la noticia de la recuperación de las nueve niñas las lágrimas me caían, no podía parar, no me lo podía creer. Por fin iban a descansar en paz nuestras queridas niñas. También sentí ira, furia, rabia hacia el desenlace tan trágico que tuvieron por defender sus ideales. Unos ideales de libertad, de entendimiento, de comprensión hacia los demás que sus verdugos en la vida hubieran logrado entender.

También sentí mucho dolor al pensar en todos sus familiares que no han podido saber que, por fin, sus niñas están entre nosotros, que no están perdidas, ni abandonadas, sino que están las nueve juntas y recogidas por buenas personas y que por fin van a descansar en paz, como se merecen. De la primera persona que me acordé fue de mi querida madre del alma, Rosalía Gallego Ayora. Si hubiera estado aquí ¡cómo se habría alegrado! y de mi querida abuela, Rosario Moreno, que nos contaron tantas veces la historia a mi hermana y a mí. Me contaron tantas veces la historia, que su relato lo hice mío, contándole a mis hijos esta historia con el mismo cariño.

Ayer, cuando le contaba la noticia a mi padre, Sebastián Leonés, me contestó que por fin descansan en paz y, con un gran dolor, empezó a recordar la historia. Mi madre contaba la historia con dulzura al hablar de ellas, ya que no hicieron nada malo. ¿Qué mal habrían podido hacer unas niñas tan jóvenes? Entonces sus dulces palabras tomaban un tono de dolor, de pena al pensar en el sufrimiento de sus familias, de la consternación y conmoción del pueblo al saber el fatídico desenlace.

Hoy, que todavía sigo con ese dolor al pensar en ellas y al mismo tiempo esa tranquilidad que me da el saber que ya van a estar con nosotros, siento paz al pensar que las personas de buen corazón, cuando se van, se unen y acogen, y allí donde estén estas buenas personas, estarán esperando recibir a nuestras nueve niñas queridas.