Toni es el barbero de mi barrio, siempre he frecuentado los más cercanos a mi casa. Cada vez que me he mudado también he cambiado de establecimiento. Muchos años antes de que se llamasen peluqueros, mi padre me llevaba, entonces solo había dos cortes de pelo posibles para un niño, a Raya o a Marcelino. El franquismo no daba para mucho en millones de cosas. En estética infantil, tampoco. Así que en la escuela los niños nos dividíamos en dos grupos capilares, los que seguíamos a Pablito Calvo, el protagonista de Marcelino Pan y Vino, y los otros, más a lo Cary Grant.
Las barberías eran como los baños romanos o los clubes ingleses, templos dedicados a la masculinidad. Allí nos encontrábamos varones de distintas generaciones, que aparte de las tabernas, eran los foros populares de debate. Los clientes siempre hablaban de la cosa, de lo mal que estaba “la cosa”. Los niños nos contagiábamos de madurez a base de escuchar en silencio. Tras oír la voz del fígaro diciendo: “¡servido!”. Al salir a la calle, liberados de greñas, notábamos fresquito en las orejas y nos sentíamos más adultos que cuando habíamos entrado.
Camino de convertirnos en “hombres como Dios manda”, nos matriculábamos en machismo, aunque entonces nadie era consciente de ello. Allí se hablaba de mujeres o, mejor dicho, de tías. De lo buena que estaba Rafaela Carrá, de Nadiuska y de las piernas de Bárbara Rey. Me llamaba la atención un frasco de crecepelo muy popular en aquellos tiempos, que tenía el testosterónico nombre de Abrótano Macho. Sentado en aquel trono, reflejada hasta desaparecer en el infinito de los espejos enfrentados, veía poco a poco cómo maduraba mi cara. No se hablaba de política. En aquel país ya lejano no se podía. El fútbol, sus estrellas y la maldad torpe de los árbitros eran el tema preferido de las acaloradas discusiones.
El tiempo camina lento cuando se espera turno. Había que echar mano de la “biblioteca”, consistente en una mesita baja en la que se apilaban, aparte de Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape y Sir Tim O´theo (mis lecturas favoritas), el “Marca” y el “As”. Paradójicamente, por las tardes se escuchaba el consultorio sentimental de Elena Francis en la radio. Aquellos mecánicos, albañiles y conductores de autobús escuchaban atentamente las tribulaciones de chicas jóvenes que escribían al programa con seudónimo. Los guionistas del programa, disfrazados de señora respetable, les respondían: “Querida Virgo, lo más importante es llegar virgen al matrimonio”.
No conozco las peluquerías de señoras, siempre me han parecido lugares en los que un hombre nada pinta. Han sido refugios espirituales para las mujeres, gineceos. Espacios de libertad a salvo del control machirulo de maridos, padres o hermanos. Siempre que he entrado en busca de una familiar he notado un silencio forzado. Los secretos femeninos no se pueden desvelar ante un tipo bigotudo de voz grave. Cada vez hay más peluquerías unisex, los tiempos cambian.
Las peluqueras y los barberos siempre han sido especie de curas confesores, como los camareros confidentes, escuchadores o narradores de imposibles, según el caso. Siempre han sido portavoces de la colectividad popular. Había en Antequera un barbero que ofrecía dos opciones a sus clientes y nada más acceder al sillón y colocarle la capa de corte, le preguntaba: ¿“prenza o converzación”? Ante tal ofrecimiento, todo el mundo elegía como es lógico, la “converzación”, mucho más interesante que la actualidad encorsetada en columnas de papel. En Sevilla, un personaje de estilo aristocrático, con una extraña barba de perilla y voz solemne, además de cortar el pelo, era el speaker del Betis. Cada quince días exponía en verso las virtudes de los jugadores por la megafonía ante las masas rugientes en el estadio. ”¡Béticooos del universooo!”, así comenzaban sus rapsodias, tan importantes y simbólicas como las rayas blancas y verdes.
Puedo trazar un mapa de mi vida entre películas y músicas, entre novias y amantes, entre lugares y compañeros de trabajo, entre amigos y enemigos, acontecimientos y lecturas, entre éxitos y fracasos. También entre barberos a los que les confiaba mi cabellera que, por suerte, poco a poco iba encaneciendo. A partir de cierta edad, igual que en mi infancia, sólo hay dos posibilidades capilares, sólo se puede ser un distinguido canoso o un calvo venerable.
Las barberías son sitios discretos, en ellas se han organizado derrocamientos y conspiraciones, aunque si triunfaban, a nadie se le ocurría llamarlas conspiraciones. Por supuesto siempre ha habido chismes, pero ahora es diferente. Ahora, el foro social se ha trasladado a las redes. Nadie se corta un pelo y, a base de mentiras, se fomentan el odio y la intransigencia. Echo de menos aquel mundo más pequeño, más humano, en el que la charla era todo un arte, escuchar también. El tiempo corría más despacio, no había avatares, no había inteligencia artificial, pero sí sabiduría popular.
Supongo que me estoy haciendo mayor.