"En 1968, un grupo de emigrantes de Fuentes salimos de un pueblo donde todo estaba prohibido, hasta respirar, y en Francia nos dimos de bruces con un eslogan que decía prohibido prohibir. Llevábamos allí tres días con un contrato de trabajo como encofradores cuando se declaró la huelga general de Mayo del 68, que tuvo completamente paralizado el país durante más de un mes. Las calles de París eran un campo de batalla entre los estudiantes y los trabajadores contra la policía y el ejercito. Otro eslogan de aquella protesta histórica decía "haz el amor y no la guerra", mientras en nuestro pueblo seguía la exaltación de una brutal contienda entre hermanos.
En este capítulo de sus memorias, Paco Bejarano repasa su experiencia de la emigración en Francia, en la que coincidió con las revueltas del Mayo Francés, y el contraste del desarrollo de un país rico y libre frente a otro sumido en el túnel de la pobreza y la ausencia de libertades.
"Este capítulo voy a empezarlo por el final de aquella corta pero intensa experiencia de trabajo en Francia. La conclusión de aquella emigración es que fue una vivencia positiva, especialmente porque salíamos de un país pobre y sumido en una dictadura. Viajar es la mejor forma de abrir los ojos y de dejar de mirarse el ombligo. En nuestro caso, además, llegamos a una Francia en plena ebullición de las libertades de expresión y manifestación. Nos habían contratado como encofradores para la construcción de una central nuclear en Lille, en el norte de Francia. Los salarios de la construcción no eran tan buenos como en Alemania, pero mucho mejores que los de Fuentes, donde ni siquiera había trabajo.
Éramos doce o catorce fontaniegos, de los que recuerdo los nombres o apodos de algunos: uno de ellos era mi cuñado Francisco Ruano. Otro era Andrés el Parro, hijo de Manolito el Parro, que tenía una taberna en la Carrera, esquina con la calle Nueva. Nos acompañaban también José Ruiz Caro "Roete", que vivía en la paseíto de la Arena, Francisco Gallego y otro al que llamábamos Castillo, que creo que era de Écija. Todos habíamos hecho un curso de encofradores que dieron en Fuentes para los aspirantes a los contratos que ofrecía Francia a los trabajadores españoles. Lo mejor del curso, que duró tres meses, no fue lo que enseñaron, bastante poco, sino que durante enero, febrero y marzo cobramos el salario que llevaba aparejado. Eran los tres meses peores del año porque no había nada que hacer en el campo.
Junto con el curso de encofrado nos daban clases de francés, de las que cada uno sacó lo que buenamente pudo. Poco, por regla general, porque bastantes de los alumnos, semi analfabetos, a duras penas se defendían con el manejo del español. Así que aprendimos los rudimentos más básicos del encofrado -el oficio lo aprendimos en realidad a base de trabajar- y algunas expresiones del francés que nos enseñó el profesor don Pedro. Eso fue durante los tres primeros meses del año 1968 y cuando estaba a punto de finalizar abril íbamos montados en un tren que salía de Sevilla, paraba en Madrid, transbordaba sus pasajeros a otro en la frontera de Irún y terminaba en Lille. De allí nos llevaron a las inmediaciones de un pueblecito llamado Bouchain, donde estaba proyectada la instalación de la central nuclear que debíamos construir.
Para mí, la salida de España ya no era una novedad porque había trabajado dos años en Alemania, pero la mayoría de quienes llegamos a Francia era la primera vez que salía del país. El impacto del cambio de país fue aún mayor cuando, al poco de llegar a los barracones donde íbamos a vivir durante los nueve meses que restaban de año, nos comunicaron que acabábamos de entrar en una huelga general indefinida. Para la inmensa mayoría de los españoles de aquella época, la palabra huelga estaba rodeada de un halo de clandestinidad, de miedo y violencia. Pero allí descubrimos que la huelga era un derecho laboral más, que no presuponía ni violencia ni clandestinidad.
Un pequeño piquete de trabajadores, que se turnaban cada día, se instaló a las puertas del vallado que rodeaba la obra y no hubo el menor incidente durante el mes y pico que duró la huelga. No había necesidad de ningún piquete porque nosotros no teníamos intención de trabajar. Con ellos, nosotros éramos un atribulado grupo de trabajadores fontaniegos descubriendo lo que significaba vivir en una república democrática y sorprendiéndonos de la fuerza de aquella protesta. Prohibido prohibir era algo inconcebible para nosotros. Aunque no habíamos participado en sus preparativos, nosotros también formábamos parte de aquella huelga. Estábamos del lado de los trabajadores franceses, éramos muy conscientes de ello y sentíamos un orgullo que aún hoy nos hace estremecer de emoción.
Los trabajadores españoles vivíamos en barracones que tenían cuatro camas cada uno, con cuatro taquillas para la ropa y una cocina. Estábamos incomunicados con nuestras familias porque entonces no había teléfono ni funcionaba el correo debido a la huelga. Como no había trabajo, matábamos el tiempo escuchando las noticias por la radio o saliendo a pasear por las calles del pequeño pueblo de Bouchain, distante tres kilómetros de la obra. Así supimos que las barricadas eran frecuentes en las calles de París, conocimos la salida del ejército cuando la policía también se sumó a la huelga y, después, el anuncio del presidente de la república, Charles de Gaulle, de convocar elecciones anticipadas, lo que acabó con las protestas de los estudiantes y trabajadores.
Nuestras familias en Fuentes estaban sin nada que llevarse a la boca, así que la empresa nos dio una ayuda económica para salir del paso. Pero no podíamos mandar nada porque la oficina de correos de Bouchain estaba cerrada. Gracias a un comerciante que repartía alimentos a bordo de una furgoneta logramos llegar a la frontera de Bélgica, donde pudimos mandar a Fuentes un giro postal. En Francia no funcionaba absolutamente nada. La radio y la televisión emitían sólo noticias de la huelga y los anuncios de los horarios y direcciones que algunas tiendas de comestibles que abrían para abastecer alimentos imprescindibles. En las calles de París hubo mucha gente que tuvo que rebuscar algo que comer en los contenedores de basura. Cobrábamos en francos y recuerdo que en aquellos años la moneda francesa equivalía a algo más de seis pesetas.
El hombre de la furgoneta salvó del hambre a nuestras familias de Fuentes y a nosotros mismos porque venía a la puerta de la obra a vendernos lo que en otros sitios era imposible encontrar. Vendía a granel y chapurreaba algo de español, así que se convirtió en uno de los principales contactos con extraña la realidad que nos rodeaba. Aunque estábamos aislados en mitad de la nada, los fontaniegos éramos conscientes de lo que se estaba jugando con las revueltas de París y de las consecuencias sociales. El comerciante de la furgoneta se ofreció a llevarnos a Bélgica y nadie sabe lo agradecidos que estábamos en aquel momento. En la obra había trabajadores de otros lugares de España. Durante los nueve meses que estuvimos allí hicimos amistades también con franceses y con alguno de ellos seguimos intercambiando cartas tiempo después de nuestra vuelta a Fuentes.
El día siguiente de finalizar la huelga la vida volvió como si no hubiese pasado nada durante más de un mes. La obra siguió adelante y a partir de entonces cada mes mandábamos nuestro sueldo por giro postal a la familia. La vuelta fue para las navidades de 1968. La obra de la central continuaba, pero el encofrado se había acabado, lo mismo que nuestros contratos. Aquellos nueve meses habían sido cortos, pero intensos, ricos en sentimientos y experiencias inolvidables. Habíamos asistido en primer línea a las revueltas de mayo del 68, uno de los experimentos sociales más apasionantes del siglo XX y que, pese a no acabar en revolución, marcaron la futuro de la vida en casi todos los países de Europa. Los fontaniegos estábamos allí y nos traíamos en la mochila la aventura de haber participado en una protesta que logró torcer la mano al gobierno de uno de los países más poderosos de Europa.
Tomamos nota y regresamos de nuevo a la Andalucía pobre y gris del franquismo. A la Andalucía que ofrecía cursos de formación profesional en los que no aprendíamos nada. A la Andalucía creadora de mano de obra barata para otros territorios. A una Andalucía que mantenía a media población sumida en el analfabetismo. A la Andalucía sin libertad ni derechos laborales. A la Andalucía que nos negaba el trabajo obligándonos a emigrar a Alemania, Francia o Cataluña. Los trabajadores estábamos abocados a marcharnos o a renunciar a mejores condiciones de vida. Los ricos sólo pensaban en Madrid y los pobres en Cataluña. Como una maldición que desde tiempos inmemoriales cae sobre nosotros, nadie piensa en Andalucía. Igual que otros miles de andaluces, Cataluña estaba escrita en mi destino. Pero ésa es otra historia que habrá que contar más adelante.