No sé cómo reaccionarían los fontaniegos de hoy ante el espectáculo que, allá por los años 50 del siglo pasado, ofrecía el zambullo del Manchego en la calle Cruz Verde. Los domingos de otoño e invierno a media mañana, sobre todo si eran de lluvia, los chavales nos metíamos allí para resguardarnos del agua y mientras no diéramos mucha guerra había bastante tolerancia con nosotros. El ennegrecido mostrador estaba lleno de extremo a extremo de gente acodada, que hablaba por los codos. Unos tomaban un vaso de vino barato y, de tapa, un jurelillo. Los que querían entrar en calor más rápidamente tomaban un caldillo de caracoles con mucha guindilla, que era lo más barato que ofrecía el establecimiento.
En un extremo del mostrador había una cazuela con una pirámide de pequeños cadáveres rezumando aceite. Eran pájaros fritos, algo que sólo estaba al alcance de aquellos que disponían de los catorce reales que costaban los zorzales, vaso de vino incluido. Algo más barato eran los gorriones, trigueros, cogujadas, tordos, etc. Algunos de aquellos pájaros, una vez desplumados, no abultaban más que un ratón.
Como digo, no sé cuál sería la reacción de algunos fontaniegos de hoy en día viendo a aquellos de sus venerables ancestros que podían permitírselo, devorar con fruición. Comían hasta los huesos de aquellos animalitos, algunos de ellos hoy al borde de la extinción. Habría reacciones para todos los gustos, pero a aquellos que se sientan tentados de emparentar a sus bisabuelos con el hombre de las cavernas les recomiendo la lectura del libro de Miguel Delibes que lleva el título de Las Ratas.
¿Quién cazaba aquellos pájaros y cómo llegaban a los lugares de consumo o canales de distribución? Más que caza menor, la del pájaro podríamos llamarla caza mínima y para su ejercicio no se usaba escopeta -ni los que la practicaban la tenían- ya que eran la clase más desfavorecida y, desgraciadamente, más numerosa del pueblo. Uno de los métodos más arcaicos de cazar pájaros, y del que tengo constancia que aún se empleaba en Fuentes, es el del candil y el cencerro, en el cual los pájaros se mataban a pisotones.
En el libro La Venganza de Don Mendo viene descrito de forma bastante chusca: Ha de antiguo la costumbre/ mi padre el barón de Mies/ de cazar aves con lumbre/ Ya sabéis vos cómo es./ En la noche más cerrada /se toma un farol de hierro/ que tenga la luz tapada/se coge una espada/y una esquila o un cencerro/ a fin de que al avanzar/el cazador importuno/las aves oigan sonar/ la esquila y puedan pensar/que es un animal vacuno/y en medio de la penumbra/cuando al cabo se columbra/ que está cerca el verderol/se alumbra, se le deslumbra/con la lumbre del farol/queda el ave temblorosa, cautelosa recelosa/y entonces sin embarazo/se le atiza un estacazo/se le mata y a otra cosa.
En Fuentes, por aquellos años, lo más habitual era el cepo que llamábamos costilla. Si alguien quería comprar costillas sólo tenía que ir ancá Benjamín. Había otros medios más expeditivos para proporcionárselas. Bastaba con seguir a prudente distancia a alguien, preferentemente de cierta edad, y observar dónde ponía las costillas. En cuanto el dueño se alejaba un poco, se echaba una carrerilla y, pim pam, se le robaban tres o cuatro y a correr.
A veces, el robo era doble pues ya había caído algún pájaro, que además con su aleteo facilitaba al ladrón la rápida localización del cepo. Aquellos chavales que, en una clara discriminación social en el pueblo llamábamos corraleros -pero ese es otro tema- con bastante frecuencia llevaban colgadas del cinturón dos o tres costillas y, en alguna ocasión, paraban un momento el juego y decían espera un momento que voy a poner una costilla.
Iban al estercolero más cercano, siempre había alguno cerca, cogían alguna lombriz o algún bicho que ellos ya sabían que le gustaba a tal o cual pájaro, cebaban la costilla y la enterraban en el estiércol de forma que el cebo quedaba al descubierto y volvían al juego. No tardaba mucho en oírse el clac del cepo al dispararse y el chaval decía ya ha caído uno. Iba y sacaba el pájaro del cepo, lo remataba si había lugar y volvía al juego. Igual cazaba tres o cuatro pájaros. Cuando llegaba la hora en que los que teníamos mesa puesta nos íbamos a comer, él se iba a vender los pájaros a algún bar, a cambio de alguna peseta o algo de comer.
Luego había el término medio: el jornalero que un día buscaba tagarninas, otro día hacía cisco y otro ponía treinta o cuarenta costillas, esperando obtener de la venta de los pájaros lo necesario para poner la olla. El precio de la olla, evidentemente, no era el mismo para el mayete que ya tenía los garbanzos que para el que tenía que comprar hasta el agua.
El cebo utilizado frecuentemente en la costilla era un grano de trigo, que se ponía en remojo durante unas horas y una vez reblandecido se atravesaba con una aguja enhebrada con un trozo de hilo que servía para fijar el grano al cepo y que el pájaro al tratar de cogerlo tuviera que forcejear lo suficiente para hacer saltar el pinganillo de bloqueo. Para el tordo se utilizaba como cebo una lagarta, que era un gusano que se alojaba en el interior del follusco o de la caña de maíz.
Luego estaba el que solucionaba, o casi, la supervivencia durante buena parte del invierno poniendo trescientas o cuatrocientas costillas. Estos distribuían lo cazado entre los bares del pueblo y una buena parte iba a parar a los bares de Sevilla por medio del camión viajero. Los pájaros que iban a Sevilla se le vendían a Mercedita, que era la mujer de Cristóbal Barcia, el chofer del viajero ,y creo que también a Mantecao, que era el que vendía los billetes. Entre el momento de la caza y la llegada de los pájaros a Sevilla bien podían pasar cuarenta y ocho horas o más. Ni que decir tiene que estas actividades de caza y rebusco siempre tenían el carácter de furtivas y clandestinas ya que los que las practicaban siempre lo hacían en terrenos que eran propiedad de otros. Para la mayoría de los fontaniegos de aquellos años todo era propiedad de otros.