Vivimos en un estanque, un espejo mentiroso que idealiza lo mediocre. Una piedra rompe el reflejo en la línea de la superficie, el desequilibrio genera una perturbación que transmite un movimiento en cadena. Solo el borde finito del espacio de la orilla rompe la cadencia de las ondas, las olas mueren en silencio. Aun así, el eco devuelve a la vida la imagen deformada de la realidad. Los recuerdos siempre son deformes, perturbados por crestas y valles, las ondas cerebrales se ocupan de endulzar la memoria.

Sobre un papel, James Maxwell dibujó lo que parecía imposible por improbable. Imaginó primero y demostró después, que toda corriente eléctrica genera un campo magnético y que esta, a su vez, produce una corriente eléctrica. Este fenómeno se repite de forma fractal hasta el infinito a la velocidad de la luz. Sobre la cáscara que nos envuelve, a las afueras de nuestra piel, hay un constante bombardeo cósmico, un torrente de energía etérea chisporrotea a nuestro alrededor circulando en todas direcciones, nos bombardea la epidermis.

El aire efervescente es eléctrico y magnético, es acción, es reacción, es radiación que transporta las luces y las sombras de lo que conocemos como civilización. Las ondas son silenciosas sin un altavoz, pero no calladas, ni aquiescentes y nunca son inocentes. Por ellas cabalgan palabras haciéndole cosquillas al viento. Pero también otras que vuelan como dardos en busca de los veinte puntos del centro de la diana. El silencio cósmico se vuelve ruido mundano, ruido interesado, ruido embustero. Algunos creen que mentir es loable, que es incluso valiente, que manipular sólo está al alcance de los elegidos con determinación y paso firme, que existe la libertad de insulto, que todo forma parte de un juego. Hay demasiado locutor enérgico, demasiado abogado de pobres, pero sobre todo de ricos, demasiados puntos para tan pocas íes, demasiadas tertulias para tan poco seso. Las ondas transportan una sopa cada vez más espesa, pese a tener cada vez menos enjundia. En la vida, el talento no triunfa, pero si la obediencia, si la apariencia, la pertenencia.

Hay que cumplir con el papel asignado, con lo que se espera de uno. Hedwig Eva Maria Kiesler, una mujer austriaca brillante, también fue capaz de imaginar sobre un papel lo inexplicable por absurdo. Se empeñó en desenmarañar el caos electromagnético cuando las interferencias saturaban las comunicaciones y el ambiente se quedaba sin oxígeno. Pero su belleza era su peor enemiga, su éxito como artista opacó hasta el olvido su aportación decisiva a las telecomunicaciones. Para muchos es imposible cenar y ver la tele al mismo tiempo. Hedy Lamarr fue relegada a ser guapa, sólo actriz, sólo guapa. Así que su descubrimiento del salto de frecuencia, sin el cual no existirían ni el Wi-fi ni el Bluetooth, quedó bajo llave en el cajón del olvido hasta hace muy poco. Las mujeres son tontas, si son bellas más aún (esto lo dicen quienes sólo valen para una o ninguna cosa).

Muchos años más tarde, la ignorancia, la intolerancia y la estupidez viajan galopando por las ondas radiotelevisivas. Los magnates de las redes sociales y mensajerías instantáneas, los inventores de cómo forrarse con el truco del almendruco, juegan como críos a ser Goldfinger. Manosean con desfachatez la libertad de expresión para crear un nuevo y oscuro “mundo feliz”, una Ciber-Edad Media. Las palabras vuelan por el espacio justificando el éxito sin escrúpulos, el egoísmo sin remordimientos, los asesinatos colaterales. Las nuevas generaciones de niñatos bien alimentados, consentidos y malcriados, tan universitarios como ignorantes, creen que la solución a todos los problemas está en la antilógica, en seguir al abanderado sin hacer preguntas.

En esta carrera histérica, marcada por las multinacionales que fabrican lo que no dura y exprimen a la gente mientras dure, las personas ya no hablan por teléfono, eso sólo lo hacen las máquinas. Con lo que costó que el cable del teléfono llegase a todas partes, con lo que costó luego que dejasen de llevarlo. Con lo poco que costó convencernos de que el móvil nos haría libres, para luego hacernos esclavos. Con qué facilidad nos dejamos manosear la intimidad sólo porque la tecnología lo permite. No me gustan las videollamadas desde mi sofá, sobre todo con estos pelos.

A este paso, las cabezas mondas y lirondas que creen en el autoritarismo y banalizan la democracia. Que no toleran que se les lleve la contraria, que no les gusta argumentar nada. Que no entienden lo que leen, que dicen lo que saben sin saber lo que dicen, que prefieren copiar a crear, tomarán el control. Si no saben leer, escribir ni hablar, cómo van a saber pensar.

La cálida voz humana, la belleza de la música, el intercambio de emociones e ideas, la consciencia y la conciencia colectiva, el amor secreto y también el público, la poesía y también la prosa, galopan rápido e invisibles por la ondas, recordándonos la emoción de seguir vivos.