Tan sencillo como recordar buenos tiempos, tan fácil como pensar que aquellos lejanos fueron mejores, tan recurrente como la contradicción, tan irreal como inquietante, tan cobarde como ilusorio es desertar de la realidad. El tiempo se puede estirar como un chicle, detenerse o avanzar a cien mil fotogramas por minuto. Todo está dentro de uno mismo, porque sólo existe el presente. El pasado es una versión, una interpretación libre e idealizada de lo vivido. Imaginar el futuro es estúpido, tanto como prestarle atención a la predicción del horóscopo, sólo acierta cuando pronostica la catástrofe.

Cierro los ojos, no lo necesito, aun así dejo caer los párpados para ver con mayor altura y profundidad. Me elevo sobre los edificios de ladrillo, sobre las palmeras huidas del trópico, sobre la monotonía cotidiana. Quiero escapar de la vida a martillazos, del trampantojo de la felicidad, de la existencia paralela en otro lugar que nunca viviré.

Mi anhelo de escapada se topa con la línea del horizonte, que más que una raya infinita es un muro. Quiero derribarlo pero es mental, nadie puede, ni los trompeteros de Jericó, ni los berlineses del este. Ni Quilapayún puede abrir la muralla que va desde el monte hasta la playa. Me impide ver qué hay al otro lado. Hace mucho tiempo que no viajo, dejé de ser pasajero para volverme permanente. Lo que hay al otro lado sólo me pertenece a mí, porque yo lo he creado con recuerdos superpuestos que nunca ocurrieron y autoengaños que hacen la vida soportable.

Los montes dibujan perfiles femeninamente ondulados como las dunas de Doñana, en permanente movimiento quieto. Recorriendo franjas de terreno trazadas por el viento, siguiendo una línea hasta llegar al final, para fundirse en la tierra y volver a empezar por el principio. Sueño con los ojos cerrados, pero despierto, el ruido del taladro del vecino del cuarto, me saca de mi feliz rincón onírico. Imagino paisajes imposibles, pintados con luces inverosímiles y nada chirría porque todo es irreal, todo mentira.

Hay sentidos que se escapan a la ciencia, que aparecen inopinadamente y toman el control. Por eso puedo ver lo invisible más allá de los contornos de mi barrio. Notar en la cara el cálido olor a trópico de Capricornio y más allá, el intenso azul del hielo antártico que flota a la deriva entre cachalotes y orcas, que sin ser asesinas, han sido condenadas a cadena perpetua no revisable. Allá a lo lejos, allende los sures, el horizonte se retuerce en cada tempestad, volviendo el cielo celeste, el agua añil y horizontal, en espuma blanca agitada de burbujas que lucha por ser vertical.

Pero aquí más cerca, justo al otro lado de los olivos del Aljarafe, siento la mar de Alberti. Huelo la sal marina, el plástico del flotador nuevo, el pringoso, fresco y reparador Afersun aplicado enérgicamente por mi madre, la fina arena amarilla, la sandía enfriada en la orilla de mi infancia. Cierto que aquel era otro mar, más azul, la arena gris y el paisaje más rocoso, que todo ocurrió en otra provincia. Pero también aquel era otro siglo, otro país con el mismo nombre. El niño que llevo dentro me lo recuerda, no hay manera de que se calle.

Golpean con fuerza las olas del pasado y las que aún no han llegado a tierra, las oigo, siempre iguales, siempre por estrenar. Noto cosquillas en los dedos, los pies se hunden un poco en la arena dejando huellas delebles, la firma física de nadie, de un hombre invisible como el resto de anfibios de temporada. Los amantes se cogen de la mano y pasean descalzos como si también volviesen a la infancia, como si el verano fuese eterno, como si no hubiese nada más.

Los ojos se entornan por el Sol a la sombra de una sombrilla, que se agita con el viento de levante y lanza micro proyectiles de cuarzo. Es un puesto avanzado en primera línea, un bastión inexpugnable, o al menos una garita. Mi sombrilla es mi castillo. Eso mismo piensan miles de peregrinos de verano mientras se embadurnan de crema protectora y esperan la recompensa en forma de una rubia, fría y espumosa que calmará más sed de la debida. Pronto estará lista la paella.

El horizonte no se mueve, sigue igual de lejos. Ah, si se pudiese caminar sobre las aguas y, ya puestos, si se pudiese galopar, galopar hasta para enterrar en el mar a más de uno, allí donde se funde el agua con el yunque solar. El oído es una caracola, un laberinto en espiral que conecta el principio con el final y me lleva de viaje entre lo posible y lo improbable, a lo imposible. Escucho lo que quiero, pero la realidad es distinta, la autovía que circunda mi casa no me permite oír nada más, ni siquiera cuando sopla el viento del sur.

¡Necesito unas vacaciones!