Derecho como un ciprés, Javier cubría su cabeza siempre con una gorra negra o con un sombrero de ala ancha. Camisa blanca, fajado también de negro, parecía un bandolero. Alternaba pantalón negro o de rayas grises y negras y zapatos de lona. Javier era muy pulcro, siempre limpio. En aquella época, años 70 del siglo pasado, en Fuentes había pocos hombres que utilizaban faja. Recuerdo tres: Manolo Baldiña, Javier y Navajilla. El verdadero nombre de Javier era realmente Manuel Moreno Montero, aunque la gente lo llamaba Javier a secas. Cosas de Fuentes.
Los tres parecían fotocopias. Manolo Baldiña era el más parecido a Javier. Lo único que le diferenciaba era que el pantalón y la faja los llevaba mucho más altos que Javier. Este buen hombre vivía frente al juzgado de Fuentes y murió un 2 de octubre de 1980. Era un poco más alto. Javier erra de mediana estatura y vivía en la calle Osuna. Manolo Baldiña era mayete.
El tercer fajado era Navajilla, hombre mediano tirando a bajo, siempre con su borrico por las calles de Fuentes vendiendo cal. Invariablemente con su faja. Al contrario que los anteriores, Navajilla siempre iba sucio, consecuencia de su oficio de vendedor de cal. Como lo anteriores, como casi todos los hombres de la época, siempre llevaba sombrerito. Camisa blanca, faja, pantalones negros. Los niños éramos muy crueles con él. Cuando pasaba por las calles de Fuentes empezábamos a rebuznar para que los borricos se montarán unos en lo alto de los otros. Nos encantaba ver cómo caía la cal.
A Javier su sombrero de ala ancha y su porte le daban un cierto aire de elegancia. No era nada flamenco. Tenía una mirada fija penetrante de ojos pequeños y, en la mano, siempre una vara grande, pronta para descargar sobre el lomo del borrico. Ni gordo ni delgado. Rudo en el trato, poco hablador, aunque muy curioso para el canasto de vendedor y el burro. Fumaba ideales o celtas cortos, fijo en la taberna de Pepe Gómez y del bar El Rincón, donde se tomaba unos vasos de vino. Persona sencilla, sin alardes ni adornos superfluos, discreto en el beber y en el comer, en la forma de hablar o de moverse. Hombre de espíritu clásico, sobrio en su expresión y muy sereno.
Javier miraba las cosas y las personas con especial detenimiento o atención, como si tratase de alcanzar algún conocimiento oculto sobre sus características o su comportamiento. Parecía abismarse en acontecimientos insondables. Ningún día del año dejaba de ir al arroyo a segar la yerba para su borrico. La apretaba en el saco con colmo y luego se la llevaba en el hombro hasta la calle Osuna. Yo lo veía desde el verde que mi abuelo tenía allí cerca.
Cuando llegaba Semana Santa, Javier era costalero de la Humildad y la Veracruz. Por aquellas fechas de mediados de los setenta, un costalero cobraba unas 650 pesetas por meterse debajo del paso de la humildad y Veracruz. Javier también vendía de verano papeletas para la rifa de la Becerra que rifaba la Veracruz por allá por el mes de julio. Era por la velada del Carmen. Poco después, ya en agosto, Pepe el Bizco vendía papeletas para la rifa del cochino gordo de Feria de la hermandad de la Humildad.
Pepe el Bizco tenía dos hijos, José Luis y Alfonsa. José Luis fue sacristán de la iglesia de Santa María la Blanca. Una vez, estando Alfonsa en el cementerio de Fuentes, escuchó unos ruidos en los nichos. Asustada, llamó a Santiago, el sepulturero, y ambos, a cual más encogido, fueron a ver qué era. Descubrieron que Pepe el Calvo se había metido en un nicho para darle un susto a Alfonsa y se meaba de la risa.