Las noches de verano caminaba por las calles de mi pueblo envuelta en sensaciones extrañas. Andaba como sumergida en un pasado que no conocí, solo soñado. La espadaña de las mercedarias, de la ermita, los miradores románticos que tejían historias solo para mí, me invitaban a emociones inefables que recorrían mi cuerpo y mi alma. Mi pueblo era un castillo donde damas solitarias ofrecían su pañuelo, en la imaginación, al caballero ausente, en un esfuerzo por traerlos a la presencia corporal. Jardines escondidos donde el perfume de la madreselva competía con el suave jazmín traído por una joven Sherezade momentos antes de continuar con la historia que noche tras noche le salvará la vida.

Eran noches donde la edad juvenil invitaba a soñar sin complejos, sin prisas por el porvenir, donde todo estaba por vivir, donde el pasado no existía. El aire podía traerte átomos cargados de memorias del principio de todo. Podía ser lo que quisiera, nadie podía decirme qué tenía que hacer ni qué soñar. No había normas incomprensibles que me hicieran ser extraña entre los de mi generación. Me desdoblaba una y otra vez en nubes que poco a poco se iban deshaciendo hasta depositarme con los pies en la tierra al llegar a la puerta de mi casa y unirme al coro de vecinas que chalaban sentadas en la acera, en sillas de enea, o me acercaba a los hombres que, sentados en la puerta del bar de mi padre, charlaban igualmente.

Era la hora de aprender de los mayores, de ser parte del vecindario, de socializar y ser una más en el grupo, ser partícipe de él. Atrás habían quedado los juegos nocturnos que tanto me gustaban, aunque alguna vez que otra me unía a los primos pequeños para jugar con ellos.

Ahora quedan las noches de estrellas fugases para seguir soñando y sentir que sigo siendo parte del Universo, que sigo siendo polvo de estrellas. Cada verano espero a las Perseidas, no ya en la era cuando mi padre cerraba el bar y nos llevaba junto a mis tíos, sino en cualquier campo lejos de la contaminación nocturna. Allí contamos historias de naves perdidas en barcos piratas o naves que atraviesan el espacio inmenso y misterioso, ayudamos a descubrir constelaciones, la Vía Láctea, el Camino de Santiago… a los más pequeños. Es bonito el verano aunque la luz de agosto traiga melancolía.