Navidad, navidad, dulce navidad. Faltaba una semana para el 24 de diciembre de 1986 y en la televisión sonaban los mismos villancicos de siempre -hacia belén va una burra, rin rin, yo me remendaba, yo me remendé- compasados por las voces de los mayetes que andaban arando los campos en profundidad para recoger las aguas de enero y poder sembrar garbanzos cuando llegara marzo. En Fuentes parece que nada cambia cuando llegan estas fechas. Navidad, dulce navidad, turrones y mantecados en la barriga, con los garbanzos en la mente. Diciembre es menos frío si hay cuatro mantecados para calentar el estómago y una haza de garbanzos en el horizonte cercano.

En Fuentes no hay Navidad sin villancicos, sin mantecados y sin arados recorriendo las tierras oreadas después de las primeras lluvias. Como no hay olla sin garbanzos, sin carne y tocino. La olla de todo el año había que trabajarla en vísperas de la Navidad y hacerlo ahondando bien los surcos para tener profundidad en la que guardar bajo tierra el jugo vital que en marzo iban a precisar las leguminosas para nacer e hincar sus profundas raíces. Sangre para una tierra fértil que aguarda la primavera para estallar de vida en forma de grano de pico. Los portugueses lo llaman grão de bico y en Perú estar en un garbanzal es sinónimo de encontrarse casi en el paraíso. Y eso que la del garbanzo es planta que no quiere más agua que la justa para nacer y, una vez cosechada, para cocer.

Era la Navidad la fiesta de los buñuelos, del chocolate, de la manteca de lomo, del cafelito con leche y de los jeringos de la plaza. La pelliza con el cuello vuelto contra la pelúa de diciembre. Mañanitas de niebla y escarcha, rasca intensa al amanecer; tardes azules de cielos inmensos y transparentes. La Navidad es fiesta para proclamar que la suerte consiste en tener salud, dado que la lotería nunca toca, y para colgar un nuevo almanaque con el deseo de que el año entrante venga, por lo menos, igual que el saliente. Si viene pródigo, tanto mejor. Al menos en lo tocante a la cosecha de garbanzos, que no falten. Año nuevo, siembra nueva. Y olla vieja, que la olla, como la gallina, mejor caldo hace con los años. Navidad para dejar de lado la olla por un día y aplicarse con el pavo y el relleno de huevo duro.

Mañana de víspera navideña, alborada de terco frío mientras araba las tierras de Secundino, en el Cerro del Rubio, entre la vía del tren y el arroyo de la Madre, que aquel año corría llenito de agua. Igual que este diciembre. El tractor arañaba la tierra con desgano, como si sintiera susto de fatigarse en puertas de las fechas feriadas. O sería que andaba soñoliento a falta de un café en el bar Benito. El tractorista apretaba los dientes -y el acelerador- porque había que clavar el calificador hasta las entrañas del rastrojo, sacarle literalmente las tripas, voltearle el mondongo buscando el útero de la abundancia. Había que batirse el cobre porque en aquellas profundidades de la Madre se escondía el misterio del garbanzo mantecoso fontaniego, el grano de la vida, la supervivencia para el año en ciernes. El agua de enero llega al segadero. Por San José, nacido o por nacer.

Fuentes sostuvo siempre que el garbanzo es pejual de señoritos porque su cultivo entrañaba demasiado riesgo para ser asumido por bolsillos poco abrigados. Un pequeño agricultor no podía sembrar garbanzos porque su cartera no hubiese aguantado un año sin cosecha. Por eso sembraron pipa y trigo, cultivos más duros y con menos enfermedades que los garbanzos. En cambio, los señoritos de Fuentes se podían permitir tener grandes besanas de garbanzos. Si el año venía malo, tenían solvencia económica para tirar adelante, pero un pobre agricultor se arriesgaba a perderlo todo. El Donadío, la Diosá, el marqués de Cartagena en Marchena y el duque del Infantado eran sembradores de garbanzos, que los vendían a buen precio. El buen garbanzo debe salir tierno, como el buen melón debe salir dulce.

La sociología fontaniega sostenía que un tío incapaz de sembrar derecho carecía de la madurez necesaria para casarse. Eso era cuando había que arar y sembrar a mano e incluso después, cuando llegaron los primeros tractores y máquinas sembradoras. Había que segar a hoz, en los años 70, cuando las gavillas eran lanzadas a un remolque por la fuerza bruta, trillar después y aventar para sacar el garbanzo. Durante las noches había que guardar las parvas contra los amigos de lo ajeno. Más tarde, Antonio Cachiporro trajo su segadora y todo fue de otro modo. Todo, menos la olla, que siguió cociendo durante largas horas acunada por las llamas cansinas de la lumbre.

En el otro extremo de la estratificación social de Fuentes, la población acudía en masa a la llamada del rebusco. En verano los rastrojos de noche parecían una feria. Había -y hay- familias que juntaban cien kilos de garbanzos que, junto a la pringá y a unas cuantas hogazas de pan, daban para el consumo de todo el año. El abc de la economía familiar fontaniega. Todo iba bien mientras en la cocina pitara la olla. Olla o gazpacho, tanto monta, monta tanto, el tomate como el garbanzo. Todo migado y digerido, como hacía Manolo Baldiña, en el sopor de una siesta al abrigo de una copa de cisco soñando con una cosecha de mil kilos de garbanzos por cada fanega de tierra. Garbanceros salidos de la nada fueron el Lata y José Manuel el Pintao, que tenían mucho ojo para el campo y sacaban muy buenos cultivos.

Era sueño de las siestas de enero de todo aquel que tenía cuatro duros ahorrados con mil sudores. Con esos cuatro duros arrendaré unas poquitas de tierras, cinco o seis fanegas, tampoco hay que empezar con mucho más. Las sembraré de garbanzos con el pequeñito tractor comprado con el crédito agrícola y con unos aperos con más años que Matusalén. Por San José nacerán esplendorosas matas cargaditas de garbanzos mantecosos, como son los mejores de Fuentes. Buen dinero ganaré, con el que arrendaré más tierra, sembraré otra vez garbanzos, por fin seré agricultor y no tendré que emigrar como tantos otros. Al despertar, los garbanzos lucían empaquetados en la estantería del supermercado de Castellón, donde el aspirante a mayete tuvo que emigrar, aunque todos los años cargaba el coche de garbanzos de Fuentes de regreso de las vacaciones de verano.