Cuando era pequeño creía que se podía caminar sobre las nubes. Yo las imaginaba densas y esponjosas, como las golosinas de malavisco que compraba junto con el regaliz los domingos. Si nadie flotaba sobre las nubes era porque a nadie se le había ocurrido hacerlo. Bastaría con que alguien saltase desde un avión sobre un cúmulo, un cirro o un estrato, para comprobar lo que sólo yo sabía. El mundo necesitaba de mis originales ideas para avanzar. Una mañana, camino de la escuela, había una niebla tan espesa que no dejaba ver nada, pero era inconsistente. Me dije, la niebla son las nubes bajas, nada flota en ella y yo soy idiota. En mis ensoñaciones infantiles, me había engañado confundiendo mis deseos con la realidad.

La niebla es el vapor en la cocina cuando la olla mueve la válvula como las bielas del Orient Express camino de Estambul. Es más fina que la más fina de las lluvias, el orvallo, que empapa hasta los huesos, por algo le llaman calabobos. En Canarias, impulsada por los vientos alisios, “la lluvia horizontal” todo lo que toca lo convierte en verde; lo que no, se parece al desierto de Sahara. Es inconsistente pero efectiva, igual que el humo, oculta hasta los barrancos más profundos, pese a no tener materia.

No hay nada como la niebla o el humo para ocultar lo que fuere menester. Ahora me ves, ahora no me ves, piensan los cínicos ocultos tras una cortina de micro partículas. La verdad es lo primero que urge esconder porque suele ser incómoda. El humo retrasa la putrefacción, que se lo digan a los pescadores de salmón de las islas Lofoten. Vivimos tiempos humeantes en los que la incómoda realidad se tapa con etérea inconsistencia. Da lo mismo el grosor del telón, mientras tape... Todo esto parece absurdo, pero no nos engañemos, lo es. Hasta hace bien poco nadie se tragaba ciertos embustes, se les hacía bola. Ahora, no sé si debido al calentamiento global, a las pantallas de los móviles o por la ingestión de grasas trans mezcladas con PVC, nos hemos vuelto infantilmente crédulos, estúpidamente ingenuos. El discurso de cualquier papanatas que hable de contubernio, aunque no sea ni judeo ni masónico, tiene público.

La ciencia ya no es científica, sino mi ciencia o la tuya, está personalizada. Yo pensé que la ciencia era el resultado de la observación contrastada y que el método utilizado se basaba en la prueba y el error. Ahora, para muchos, la ciencia es una opinión. Antes se mentía mucho, la propaganda se tragaba sin masticar. Entonces sí que se adoctrinaba a los niños. Yo fui instruido para ser un “buen español”, no sé si lo consiguieron, lo que sí sé es que no consiguieron hacer de mí “un buen fascista”. Pero no me puedo imaginar, ni siquiera en esa escuela, discutiéndole al maestro la tabla de multiplicar.

Ahora cualquier “rebañaorzas” se erige en profesor y afirma burradas en las redes, en los medios y en el bar de la esquina, amparándose tanto en el derecho al rebuzno, como al de portar orejas de asno. Ahora hay gente que se cree que venimos de Adán y Eva, que un feto de cinco semanas come Bollycaos, que los problemas de España los origina la emigración o que Feijoo no es presidente porque no quiere. Seguro que hay mujeres que temen ser violadas por un primo de E.T. el extraterrestre.

Un exministro del interior, sin camisa de fuerza ni embudo en la cabeza, afirma desde el Senado que Darwin era un autor de ficción, que el ser humano existe desde hace seis mil años. Al parecer estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, que no es blanco ni negro, no es hombre ni mujer (como decía Ricardo Darín en “El hijo de la novia”:- ese no es Dios, sino Michael Jackson). Esta es la era de los tiktokers, youtubers e influencers, la era de los charlatanes de la feria digital, la era de los imbéciles. Me recuerdan a los curas que preparaban a las mujeres para el matrimonio. Hay tantos vendedores de humo como ciudadanos dispuestos a inhalarlo voluntariamente.

Cuando era un crío y quería montarme en las nubes de algodón, prefería el amable cuento inventado por mí. Es lo que pasa cuando se tienen ocho años y toda la vida para encajar realidades. Esa es la obligación de un niño, inventar imposibles. Pero algunos “respetables” miembros de la sociedad, con canas en la barba, gente muy seria que fue a colegios de pago, de tanto fantasear, se acaban creyendo sus ilusiones. Se está imponiendo el régimen de los visionarios con gafas de culo de vaso, vendedores de humo que les regalan los oídos a los sordos de conveniencia. La niebla oculta los árboles, pero no para siempre, la densa madera acaba aflorando temprano o tarde. Eso lo saben hasta los niños.