Hace unos años fui becada para realizar un trabajo de Antropología que llevé a cabo para la Universidad de Carvarstwo. Tuve la suerte de encontrar a un informante que antropólogas de varias universidades llevaban buscando varias decenas de años. He aquí lo que me contó mi informante, que fue 3º mayordomo real del país allende las montañas, merecedor de varios tratados antropológicos, políticos y económicos. Un país de leyenda que, sin embargo, existió:

"En aquel tiempo vivíamos bajo el manto protector de su distinguida majestad, padre y madre del pueblo, que así permitía que viéramos su bondad extrema. Nuestro infatigable señor acudía cada día desde el palacio nuevo que se había hecho construir para no mezclarse con los administradores que, aún adorándolo, pues sabían que su vida y su casa dependían de su augusta majestad, no estaban a salvo de caer bajo la influencia de algunos malvados elementos que no estaban contentos con las bondades que su distinguida majestad dispensaba, que nombraba y desnombraba según el criterio de su sabiduría infinita. Esta camarilla infame andaba por barrios y salones hablando mal de nuestro señor, desvergonzados y orgullosos.

Su excelsa persona tenía la sabiduría de nombrar y desnombrar cada día en el salón de los suspiros a funcionarios y cargos del reino. Más de una vez hizo llamar a algunos de los elementos subversivos a quienes les dio un cargo que, oh milagro, transformaba al nombrado. Su mirada adquiría un brillo distinto y su andar era más altivo. Si se encontraba con algunos de sus antiguos compañeros, éstos se volvían invisibles y, aún dirigiéndoles la palabra, no era ya la misma persona, pues había sido tocada por la gracia de su distinguida majestad. Sin embargo, a los desnombrados cada día se les veía más delgados, más grises hasta desaparecer de la vida pública.
su majestad, en su augusta bondad, a todos contentaba y a todos atendía.

Siempre iba acompañado del taleguero real, que portaba una bolsa repleta de las monedas que, con anterioridad, habían sido requisadas justamente a los campesinos para atender las necesidades del reino y del inalcanzable señor, pues todo era uno. A veces ocurría que la insigne talega se hallaba más vacía de lo deseable, cosa que irritaba a su serenísima majestad y, claro está, al súbdito que esperaba obtener su recompensa. En los días posteriores a esta desgracia, el ministro encargado de las finanzas aumentaba los impuestos y cuando los campesinos se inquietaban por ello, su alteza, en un alarde de sabiduría, sustituía al ministro, bajaba los impuestos, nombraba a otro ministro que iba subiendo poco a poco los impuestos, de forma que parecía algo natural y necesario.

Cuando los subversivos desvergonzados crecían más de la cuenta y a la gente le daba por pensar, el dignísimo programaba fiestas por doquier en justo acuerdo con los sacerdotes del reino y la alta nobleza poseedora de campos y villas. A unos y a otros interesaba la paz social, tan preciada y tan mantenida por el más alto dignatario que vieron los tiempos. Así, durante mucho tiempo el pueblo estaba alegre, dejaba de pensar y todo seguía como Dios manda y su casi divina majestad. Pero he aquí, amiga, que todo lo humano tiene un fin y el fin de nuestro señor llegó, sumiéndonos a todos en la oscuridad y el desconsuelo.

Llegado este punto, mi informante se puso a llorar como una magdalena y ya no pudo articular palabra, así que tuve que dejar el fin de esta extraordinaria historia para otro día. Si es que la universidad tiene a bien volver a becarme. Cosa que dudo.