El miedo es un arma poderosa que nos ha servido a lo largo de nuestra evolución para salvarnos del peligro. No podemos vivir sin él. Si cuando somos pequeños no mostramos miedo ante el peligro nos enseñan por nuestro bien a tenerlo. Se nos crea la incertidumbre ante lo desconocido para que nuestra temeridad no nos cree un mal evitable. Todo ser vivo reacciona ante el miedo, bien huyendo, bien quedándose petrificado, intentando pasar desapercibido. Los seres humanos solemos reaccionar con una de las dos estratagemas, dependiendo las más de las veces según nuestra psicología, nuestros traumas pasados, nuestras experiencias y las enseñanzas recibidas en circunstancias parecidas a las que hace reaccionar a nuestro sistema nervioso ante un peligro o ante lo que creemos que es perjudicial para nuestra integridad física o anímica.
El poder, ya sea económico, político, religioso o varios a la vez, pues suelen aliarse ya que sus intereses son muchas veces los mismos, ha utilizado el miedo siempre. Miedo al otro, miedo a la represión, miedo a dejar de conseguir favores, ya sea en este mundo o en el otro si hablamos de religión. A veces, ese mismo poder que se sirve del miedo crea una serie de mecanismos engañosos que terminan siendo creídos por la población. El poder, cuando se considera a sí mismo democrático, elegido por la ciudadanía para llevar a cabo la gobernación, habla de la libertad como un derecho de todas y todos, pero cuando esa libertad es ejercida por el pueblo, utiliza su fuerza, sus intereses creados, para intentar acallar las voces molestas. Pretenden que sólo se escuche su voz, su verdad.
Tendrían que recordar lo que decía Antonio Machado en Proverbios y Cantares:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Perdamos el miedo, no el que nos protege, sino el que nos amordaza, que nos asfixia, que nos va convirtiendo poco a poco en ganado obediente al perro del amo.