Me miro al espejo y me veo, pero tengo la sensación de que cada vez soy menos yo y más otra persona. Sufro una metamorfosis, tan ralentizada que apenas si la descubro. No sólo afecta a mi aspecto físico, el pelo blanqueado, las ojeras marcadas, las “patas de pollo” delatoras, la frente con renglones en los que se puede leer más de una decepción vital. La peor sensación me la provocan mis ojos, otrora brillantes, henchidos de anhelo y ahora un poco tristes y cansados de contemplar fracasos propios y ajenos. No hay mucho ánimo sabiendo que tras la caída vendrá otra y otra más; no merece mucho la pena levantarse para caer segundos más tarde sin disfrutar un instante de estar de pie.
Camino solo por la acera y noto cómo una sombra me persigue. Viene despacio pero con firmeza hacia mí, inexorable e inasequible, con prisa, pero sin pausa, como si fuese un fantasma. Me fijo en su apariencia de boxeador, grande y fuerte, con pegada pero fajador, un triunfador de otros tiempos, un perdedor por K.O. de estos. Ahora cada vez que sube al ring besa la lona, esa que antes pisoteaba con un alegre bailecillo rítmico. Lo conozco, sé de sus virtudes y miserias, de su valía y sus debilidades. Cada vez se me acerca más, tratando de convencerme de que no hay alternativa, de que así es la vida y su ley, de que baje los brazos y tire la toalla.
Hay mañanas, de esas grises, en las que casi lo consigue. Es entonces cuando el cansancio me recomienda que adopte una versión domesticada de mí mismo, lejos del ardor de la sangre, lejos de sentir y padecer, lejos de llorar, lejos de indignarme y lejos también de reír. La sombra posee la serenidad del que cree saber que va a ganar. Se acerca tanto que oigo sus susurros, “déjate llevar”, “ríndete”, “sé práctico, transige, comulga, todo el mundo lo hace”.
Sé lo que quiere de mí ese espectro y sé que cuanto más tiempo pase, lo querrá con más ansia. Quiere que me derrote ante la vida, que claudique, que me adocene, que las raíces no me dejen ver el suelo que piso, que nada me asombre, que dimita de vivir. Quiere que sea como él, un resentido cargado de sinsabores, un gruñón asentado en un pasado que nunca fue. Alguien que ya no espera nada de nadie, nada de nada, que piense que todo y nada son lo mismo. Un curado de espanto, un anestesiado militante, un escéptico descreído de utopías, tan desapasionado como irritable.
Se parece a mí o a alguien que podría llegar a ser, porque es una proyección de mí mismo, un futurible. Cuando estoy bajo de forma se me acerca mucho, casi me roza con un dedo, pero reacciono a tiempo, tengo recursos para hacerle un corte de mangas a esa versión de mí, de mente arrugada y esperanzas perdidas, a ese viejo en el que al parecer me tengo que convertir. Le grito, le exijo que me deje en paz, que no va a conquistar mi alma inconformista, por muchos años que llegue a cumplir.
Haré como Clint Eastwood, “no dejaré entrar al viejo”. No me embargará la melancolía, ni la pena por los ausentes, ni hablaré de mis tiempos como si no fuesen estos. No añoraré gloriosos pasados ensoñados ni futuros convertidos en quimeras a fuerza de saturarlos de optimismo naif. Procuraré no ver el cielo negro, ni buitres sobrevolando la ciudad, ni perderé mi tiempo augurando la tormenta venidera tras la calma. Disfrutaré de la salud que me quede en lugar de recrearme en achaques.
Aprenderé como Picasso a ser un niño, a ilusionarme, a quedarme con la esencia, a flipar con las cosas cotidianas, esas que son de tal belleza que no cuestan dinero.
A creer en lo que parece imposible, pero no lo es, a desdeñar lo que parece imposible porque lo es. A decir lo que pienso sin miedo a desentonar. Necesito el brillo de mis ojos, la ingenuidad de la adolescencia, celebrar la propia existencia. Saber que algún día alguien cerrará mis ojos me obliga a tenerlos bien abiertos mientras tanto.
Por eso no dejaré entrar a ese viejo que me persigue y aunque tal vez lo lleve dentro, como cantaba Serrat, no dejaré que me convenza. Quiero aplaudirle al Sol y también a la Luna, desear que llegue la primavera no por estar cansado del invierno. Aunque el diablo era medio idiota en su juventud, aunque lo único que conozca sea el paso del tiempo. Venderé mi alma al diablo, no para que me haga inmortal, no para que me haga un lifting en la cara, sino para que pueda seguir siendo yo, para que pueda seguir dejando que la vida me sorprenda.
Ser mayor no es una mancha de nacimiento, no es un tatuaje indeleble. Me hago mayor, pero nunca me haré viejo, me lo prometo.