"Mira, Pepe, en Fuentes eras un recomendado, un recomendador o carne de emigración. No había otra cosa. En realidad, el fenómeno de los recomendados era una plaga que recorría toda España, pero en los pueblos pequeños como Fuentes lo veíamos todos los días. Para bautizarte tienes que tener padrino. Eso se decía mucho en aquellos años. Los enchufados copaban los trabajos, mientras el pueblo llano sobrevivía a duras penas. El panorama del Fuentes que encontré a la vuelta de Francia en las navidades de 1968 era desolador. Los propietarios de las tierras estaban atacados por una repentina fiebre de arrancar los olivos, la mayor riqueza y la principal fuente de empleo de Fuentes, y los jornaleros haciendo siempre las maletas para irse a otras latitudes donde encontrar trabajo. Fuentes era una enorme fábrica de mano de obra barata y de analfabetos".
Paco Bejarano narra en este capítulo de sus memorias el lapso de tiempo que va desde diciembre de 1968, cuando regresa de Francia de trabajar en los albañiles, a agosto de 1972, mes en el que emigra definitivamente a Barcelona. Poco más de dos años y medio en los que trabaja en el campo y milita en el clandestino PCE, reparte octavillas contra el régimen y organiza reuniones secretas para denunciar las duras condiciones de trabajo en el campo. En los estertores del franquismo empezaron a emerger diferentes movimientos de oposición. Especialmente llamativo fueron los curas obreros y el Grapo.
"A la vuelta de Francia, lo que vi fue la pesada capa gris que cubría el horizonte de la España de finales de los años 60 y principios de los 70. El régimen había apostado todas sus cartas al desarrollismo de los territorios del norte, especialmente Cataluña y País Vasco, y de Madrid como capital del país. Había que contentar a las poderosas burguesías de esos territorios. El resto del país estaba condenado al atraso y la despoblación. Si el color dominante en España era el gris, el de Fuentes era el negro. El retrato diario de las calles de Fuentes era la imagen de decenas de familias cargando maletas, cajas, mantas y hasta colchones para irse a trabajar dos meses a la aceituna de Jaén o al algodón de Lora de Río o Cantillana. Otros no llevaban tantos enseres porque iban camino de Sevilla para coger el tren que les llevaría para siempre a Barcelona.
En las tiendas, muchas familias compraban de fiado. Estaban atrapadas en un callejón sin salida: día tras día iban comiéndose el jornal que todavía tenían que echar y cobrar. Mucha gente vivía de prestado. Compraba a dita gran parte de lo que necesitaba, una olla, una plancha, una máquina de coser o un kilo de lentejas. La emigración era lo único que nos permitía disponer de algún ahorro para hacerle frente a la falta de trabajo y a los bajísimos salarios. En mi casa no hubo que comprar de fiado gracias a los ahorros del trabajo en Alemania, primero, y en Francia después. A la vuelta de Francia compramos al contado nuestra primera lavadora. Mi mujer y yo nos íbamos algunas veces a Lora a coger algodón, pero volvíamos por la tarde y los niños, al cuidado de sus abuelos, no dejaron nunca de ir a la escuela. De ninguna manera habríamos tolerado algo así.
Pero eso no era lo común. Por lo general, las familias se iban por semanas o por meses y no tenían con quién dejar a los hijos, así que Fuentes generó una enorme bolsa de niños analfabetos o semi analfabetos. A la vuelta, a los niños trataban de llevarlos a la escuela por la noche "porque iban a ir a la mili y tendrían que escribir cartas", pero a las niñas no. Para qué, si en el futuro no les iba a hacer falta para cocinar o limpiarle el culo a sus hijos. De esta forma, las mujeres sufrían una doble la injusticia: a la pobreza de hombres y mujeres se añadía la mayor incultura entre ellas. Había familias que valoraban sobremanera la escuela. Otras le daban importancia, pero no tenían forma de darles formación a sus hijos. Por último estaban las que consideraban innecesario el esfuerzo de que los niños estudiaran y preferían ponerlos a trabajar cuanto antes mejor.
La escolarización era obligatoria, al menos en teoría. Pero nadie se ocupaba de hacerla posible y la realidad era que todo se ponía en contra de que niños y niñas pudieran asistir a clase de forma regular. La mitad de la población era analfabeta o semi analfabeta, situación que se prolongó en Andalucía hasta bien entrados los años 80. Esa realidad y que no había capacidad de vivir sin ahogo porque faltaba el trabajo y el que había estaba mal pagado hacían que nuestra tierra se fuese hundiendo cada vez más en el subdesarrollo. El arranque de olivos fue la puntilla para el empleo en Fuentes. Todo el término municipal de Fuentes, mirases a donde mirases, estaba sembrado de olivos. El periódico ABC traía todos los días noticias de lo perjudicial que era el aceite de oliva. Extendieron la idea de que el aceite de oliva era "veneno puro" porque les interesaba introducir el aceite de girasol y el cultivo de cereales. No quedó un olivo en pie.
Al principio cortábamos los panetes de los giradores a mano, pero pronto llegaron las cosechadoras, lo mismo que al trigo y la cebada. Muchos segadores tuvieron que irse a las tierras del norte donde los montes dificultaban el uso de cosechadoras. En Fuentes, hasta entonces había gente siempre trabajando de mulero en las tierras de Fuentes: con Escalera, Hermógenes, Alejandre, Conde, Pepa Milla... Muchos acudíamos a cortijos de Marchena que eran de gente de Fuentes: La Humosa, el Chambergo, el Aeroplano, la Platosa, el Molino del Ahorcado... Pero las máquinas eliminaron toda posibilidad de empleo en el campo, al mismo tiempo que cundía la fiebre de la emigración.
El maquinismo eran imparable por más que surgiera algún conato de resistencia por parte del PCE, que además estaba en la clandestinidad. En aquella época tuvo actividad en Fuentes otra organización, el PCEr, embrión del Grapo. Curiosamente, sus integrantes procedían del seno de la iglesia, que hasta entonces había sido cómplice de todas las tropelías del régimen y que de pronto descubría su "vocación" jornalera. Empezaron a proliferar los curas obreros y querían convencernos de que eran los mejores. Nunca creí una palabra de todo aquello porque tenía como única finalidad lavar su imagen de los tiempos anteriores. Para mí, era la misma iglesia que años antes había mandado a la Guardia Civil a la plaza de abastos a empujar a punta de fusil a los trabajadores a las charlas evangelizadoras al grito de "va a llover candela" por culpa de la falta de fe de los obreros de Fuentes.
Me negué a blanquear la negra conciencia de la iglesia. Aquellos que militaban en el Grapo, aunque venían de la iglesia, nos acusaban a los del PCE de traidores a la clase obrera. Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo eran unos vendidos al capital, nos decían, mientras en los tajos aparecían curas en vaqueros. Nosotros nos negamos a seguirles y continuamos con nuestra tarea vallada de difusión de los derechos de los trabajadores. Dos o tres de Fuentes acudíamos más allá de Carmona a encuentros con enlaces del partido que nos entregaban octavillas y ejemplares del periódico "Mundo Obrero". Por aquellas fechas, el gobernador civil ya me había expulsado de la hermandad de Agricultores y Ganaderos, donde representaba a los trabajadores, por "indeseable".
La emigración había dejado cerradas la mitad de las casas de Fuentes. Unos se iban pensando en volver y otros, la mayoría, sin mirar atrás sabiendo que, si volvían, sería únicamente de visita. Desde que volví de Francia no me había sacado de la cabeza la idea de emigrar otra vez. Alguien de Fuentes me ofreció una recomendación para colocar a mi hijo mayor en la oficina de la caja rural. Nunca me gustaron las recomendaciones, así que le di las gracias y le respondí que entre los recomendados y los recomendadores, así iba España. Además, la posibilidad de tener a un hijo trabajando en Fuentes limitaba la libertad de toda la familia a la hora de marcharnos a Barcelona, algo que ya tenía en mente y que ocurrió en agosto de 1972, con motivo de nuestro viaje a la boda de mi hermana, que ya estaba allí junto con mi madre y mis otros tres hermanos.
Viajamos para la boda y nos quedamos para siempre. Mi mujer regresó aquel mismo mes de agosto para cerrar la casa de la calle la Huerta y, en navidad, ya estábamos los seis que formábamos mi familia, el matrimonio y cuatro hijos, instalados en un diminuto estudio constituido por dos dormitorios y un aseo. En uno de los dormitorios teníamos la cocina, un sofá cama y dos plegatines-cama. En otro, dos camas separadas por una cortina. Pocos días más tarde estaba trabajando en los albañiles. Pero esta historia de Barcelona merece ser contada aparte.