"Un día de mediados de la década de los años setenta, las manecillas del reloj, tantos años detenidas, se pusieron lentamente en marcha. Fue como si un mundo arcaico se extinguiera para ser sustituido por otro nuevo, pleno de luz y de vida. Moría la España en blanco y negro, del miedo y del silencio, al tiempo que en su lugar nacía otro país de color y libertad. Pasamos otra vez de la edad media al renacimiento. Aquella transformación, de la que formé parte activa, fue fruto de una explosión social cuyo detonante arrancó con la mejora de la economía, aceleró con la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975 y en los albores de los 80 arrolló a todo lo viejo. Sin lugar a dudas, la década más estimulante y apasionante de la reciente historia de España".
En este nuevo capítulo de sus memorias, Paco Bejarano cuenta cómo se asentó en Barcelona, cómo luchó para mejorar las condiciones de trabajo de los obreros de la construcción y participó en las movilizaciones políticas que conquistaron la democracia. Libertad sin ira se oía a todo volumen en los mismos aparatos de radio que poco antes cuchicheaban en voz baja las consignas de Radio España Independiente, la "pirenaica".
"Mira, Pepe, diga lo que diga el discurso oficial, a España la democracia no la trajeron ni el rey Juan Carlos ni Adolfo Suárez, sino la lucha de millones de españoles echados a la calle hambrientos de libertad y de derechos laborales. Vista desde aquí, la transición a la democracia parece fácil, pero entonces la lucha fue igual que la de David contra Goliat. Cuando llegué a Barcelona en 1972 había mucho trabajo en los tajos, pero ningún derecho laboral. Los trabajadores de la construcción, uno de los que más trabajo daba, carecíamos de convenio colectivo. Las empresas pagaban mal, exigían mucho y no proporcionaban equipos de seguridad ni ropa de trabajo. Ni unas malas botas para andar por la obra. Si protestabas te echaban a la calle.
Contra todo eso, los trabajadores empezábamos a estar organizados en sindicatos clandestinos como CCOO y en partidos como el PSUC. Yo me afilié al PSUC nada más llegar a Barcelona. Contacté con el partido, que aún era ilegal, en una de las continuas manifestaciones que había en aquella época, tanto de los sindicatos para exigir mejoras laborales como de los partidos para avanzar en la democratización del país. Conocí a uno que se hacía llamar Emilio, nombre probablemente falso porque los militantes comunistas solían usar pseudónimos para evitar la identificación de la policía. Yo nunca usé pseudónimo. Teníamos infiltrados en el sindicato vertical, cuya sede estaba entonces en la Vía Layetana, edificio que años más tarde pasaría a manos de CCOO. Emilio y su mujer, de cuyo nombre no me acuerdo, vivían en la avenida de la Meridiana. La mujer de Emilio contaba que, de niña, fue con su padre a Francia a conocer a Dolores Ibárruri "Pasionaria", que la tuvo sentada en la falda.
En el trabajo, después de poco tiempo en Fomento de Contratas y Construcciones entré en una empresa cuyo dueño, Antonio Pedrosa, era cordobés. Presidían su despacho dos grandes fotografías, una de Hitler y otra de Franco. Cuando entré a trabajar allí, Hitler había sido borrado del mapa por los aliados en la segunda guerra mundial y a Franco le quedaban tres años de vida agónica, pero a Pedrosa le parecían dos grandes estadistas, capaces de seguir rigiendo desde la tumba los destinos de la humanidad. Él dirigía su empresa con puño de hierro con los trabajadores, lo que no evitó la quiebra por el desastre de la gestión.
Una noche, el empresario retiró las máquinas de la oficina, echó la llave y al día siguiente se quitó de en medio dejando a deber mucho dinero, entre otro, las nóminas de los empleados. A los afiliados a CCOO nos dejó a deber sólo dos días porque nos negamos a aceptar la propuesta de pagarnos por mes, en vez de cada semana, como había hecho hasta diciembre de aquel año. El argumento de la empresa era que tenía problemas administrativos para hacer nóminas semanales, pero nosotros intuíamos que estaba tramando cerrar sin pagar un mes entero. De esa forma, los que aceptaron la propuesta de la empresa perdieron todo enero y nosotros sólo los dos últimos días del mes.
Los afiliados de CCOO éramos las ovejas negras. En un momento dado, a la empresa le convino imponer el trabajo a destajo, a tanto el metro de encofrado hecho. Uno de aquellos días amaneció lloviendo y no paró en toda la mañana. A la una, uno de los compañeros, harto de no hacer nada, decidió irse a comer a su casa. Todos lo seguimos porque allí, aguantando la lluvia debajo de los tablones, no hacíamos nada. Al día siguiente, cuando volvimos a la obra el encargado nos dijo que estábamos despedidos por abandono del puesto de trabajo. Pusimos una demanda y la ganamos porque la empresas no nos había proporcionado equipos de trabajo adecuados para la lluvia. Tuvo que readmitirnos, pero nos dispersó en diferentes obras, en las que al incorporarnos nos volvieron a decir que allí no teníamos nada que hacer. Tuvimos que volver a denunciar y, después de este segundo juicio, que también ganamos, el magistrado advirtió a la empresa de que si no nos daba trabajo, abriría un sumario por desobediencia a la autoridad. Se acabaron los problemas.
Cuento esto para mostrar el ambiente de lucha por los derechos laborales que había en los tajos y el respaldo que los trabajadores casi siempre encontrábamos en las magistraturas. Eso, pese a que todavía los sindicatos eran clandestinos y que los empresarios seguían subidos a la poltrona de poder absoluto que el franquismo les había proporcionado durante muchos años. A pesar de la ilegalidad, formé parte del comité de empresa, que componíamos tres representantes de CCOO (Gordillo, Pantaleón y yo) y uno de USO, que trabajaba en las oficinas. Siempre tuve claro que, como sindicalista, no me guió el ansia de perjudicar a la empresa, sino la defensa de los derechos de los trabajadores.
Una vez, castigado por el empresario por negarme a trabajar a destajo, llegué a una obra en la que acababan de hacer los cimientos, vi que estaban mal planteados y avisé al encargado. Él decía que estaban bien hechos y yo que mal. Vino el aparejador y me dio la razón. Finalmente, el empresario me dio las gracias diciendo que, a pese a ser sindicalista, había salvado a la empresa de la ruina que hubiera supuesto tener que echar abajo una obra por estar mal hecha desde los cimientos. Hacía mí sentía una mezcla de odio y respeto. Por una lado sabía que enfrente tenía a un adversario comunista que exigía derechos, pero también a un trabajador cabal y honesto con la empresa.
De la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, me enteré al bajar de la obra a almorzar. Al llegar al bar donde comíamos noté una agitación poco habitual y, al mirar al televisor vi a Carlos Arias Navarro diciendo entre hipidos llorosos aquello de "españoles, Franco ha muerto". En el bar, entre los rostros de los trabajadores predominaba la alegría, aunque supongo que también había quienes sentían miedo y hasta tristeza. Aún guardo en la retina la imagen de aquel falangista brazo en alto saludando el cadáver de Franco. Lo que sentíamos los militantes de izquierda era una euforia sin límite. Aquella tarde, en el partido tuvimos una reunión que acabó en fiesta con champán.
La muerte del dictador no fue ninguna sorpresa porque se venía anunciando desde mucho tiempo antes y, cuando por fin llegó, la gente ya la daba por amortizado y se dedicaba masivamente a asistir a las manifestaciones casi diarias para reclamar libertad, amnistía y estatuto de autonomía. Barcelona era una ciudad en ebullición política. También Sevilla lo era. Como Madrid, Bilbao o Valencia. Un día tras otro paraban los estudiantes en la universidad y de los institutos para cortar el tráfico, sonaban por todas partes las sirenas de los furgones de la policía, "los grises". Las fábricas, los talleres, los comercios, todo el mundo exigía libertad. Por todas partes se oían las canciones de Carlos Cano, Quilapayún, Lluis Llach, Raimon... reclamando libertad. Huelgas de hambre y manifestaciones forzaban la maquinaria política para obligarla a asumir que España no estaba tan "atada y bien atada" como presumía el dictador.
Luego se inventaron eso de que la democracia fue por obra y gracia del rey y del entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Pero no te dejes engañar, Pepe, la democracia fue una conquista del pueblo, ganada a pulso contra unos poderes que se resistían a ceder una pizca de sus privilegios. Finalmente, llegó a España Santiago Carrillo disfrazado con una peluca, el PCE fue legalizado y los comunistas pudimos respirar medio tranquilos. No del todo porque durante muchos tiempo después sentimos que había reductos franquistas enquistados en las estructuras del estado, especialmente en el ejército y la Guardia Civil, como se vio después en el golpe de Tejero. Más de una noche monté guardia en la sede central del PSUC, a la espalda del ayuntamiento de Barcelona, porque temíamos un ataque de los fascistas descontrolados.
Ignoro qué habría sido de mi vida si en vez de ir a Barcelona a la boda de mi hermana hubiera decidido quedarme en Fuentes. Sólo sé que aquella boda fue determinante en el transcurso posterior de mi vida y de las de mi mujer, Fernanda, y de mis hijos, Pepe, Marisol, Fernando, Antonio, Paco y Ana Mari. Aquella boda tuvo lugar en una pequeña iglesia del barrio del Clot de Barcelona con una vistosa vidriera de colores en la fachada, entre las calles Rogent y Montaña, que yo vestí un traje gris claro, como puede verse en la fotografía de arriba. En ella aparecen nuestra madre, Ramón, el ya marido de mi hermana, mi hermana y yo. A la boda asistieron también mis hermanos, mi tía Trini, mis primos. También estuvieron los "malospelos" de la calle Nueva, que vivían en el barrio de Horta. Una vez terminada la boda, los recién casados viajaron a Sevilla a bordo del 600 comprado con los salarios de Ramón, trabajador de la fábrica de Seat, y de mi hermana, empleada en una empresa de confección.
La boda fue el preludio de unos tiempos felices, libres y prósperos. Muerto el dictador, el régimen cedió parcelas de libertad a regañadientes y pudimos inaugurar una larga etapa de paz y esperanza, si bien con algunos tropiezos graves. Como el golpe de Tejero, aunque aquella historia bien merece capítulo aparte.