Siempre me ha fascinado ver cómo se carga un camión de mudanzas, los operarios van depositando las pertenecías de una familia en la acera. Es como visitar vidas sin haber sido invitado. Las entrañas de un hogar quedan indefensas, los tesoros acumulados se exhiben a la vista de los curiosos viandantes. Podemos saber cómo son sus moradores por las lámparas, los cuadros, las ropas, las cortinas y los souvenir que demuestran fehacientemente que una vez visitaron París.
Con la basura pasa más o menos lo mismo. A través de ella podemos leer la riqueza y la escasez, las hazañas y derrotas de las personas que habitan los alrededores de un contenedor verde. Saber lo que comen y beben, lo que consumen por moda y de qué se deshacen por estar pasado de moda. Se puede saber mucho por la basura ajena, por lo que se descarta para siempre, lo que se condena al olvido. Vivimos en un decorado construido por nosotros mismos en el que nos rodeamos de seguridad visual, objetos que rompen la vacía lisura de las paredes de nuestro castillo. Renovarse o pudrirse es la norma de la supervivencia, por eso se queman los muebles viejos en la noche de San Juan desde tiempos ancestrales.
Me duele ver cada vez con más frecuencia libros apilados cerca de los contenedores. Los cadáveres de la guerra digital esparcidos por el suelo, como si nunca hubieran servido para nada. Más de una vez he salvado de la picota ejemplares que acabarían en un vertedero a las afueras de la ciudad donde arderían a 451 grados Fahrenheit. Me siento como si estuviese rescatando náufragos de un tiempo que ya no existe. El tiempo en el que todo padre de familia tenía que proveer a su prole de una enciclopedia ilustrada. Ese era el inequívoco símbolo de que ya se pertenecía a la ansiada “clase media”. Ya no sirven para nada esos volúmenes a todo color, con tapa dura. Ahora, al parecer, todo el conocimiento humano se encuentra recluido en Wikipedia, como en las abadías en la Edad Media.
El otro día me asaltó un sentimiento de ternura al ver las intimidades lectoras de un niño colocadas con respeto, casi con mimo, sobre una butaca vieja. Los libros de aventuras esperaban a que alguien se sentase a navegar por sus intrépidas páginas. El niño ha muerto, ha sido asesinado por el adulto que crecía en su interior. Lo que leía ya no es de su talla y pensó en abandonarlos para poder seguir creciendo. Antes, la sombra de Peter Pan le susurró que para volar sólo hay que desearlo, pero se le ha olvidado. Ganó el pétreo pragmatismo, siempre gana. Los adolescentes desconocen por qué mengua la ropa cada año. Por qué surge en la garganta una voz grave que va haciendo desaparecer la suya. Por qué su mundo se acaba sin duelo, por qué ingresan en otro en el que el tiempo es oro, en el que tanto tienes, tanto vales, en el que no por mucho madrugar amanece más temprano y donde el que no corre, vuela.
Poco a poco, a John Silver el Largo dejó de interesarle y empezó a sentir que nada se le había perdido en los mares del sur. Guillermo el travieso dejó de ser su alter ego, en su versión más canalla. Su “pandi” de Los Cinco se ha separado y ahora son padres y madres de familia y Tim, el perro, murió de viejo. Hasta Harry Potter se está quedando calvo. Poco a poco su capacidad de empatizar con la ficción infantil se fue diluyendo. La galaxia onírica se va llenando de agujeros negros que devoran al crío que aún grita en su interior.
El tiempo nos convierte en prácticos y eficientes, enérgicos y eficaces, y emborrachamos al pato para hacer un buen paté. Pensamos que la poesía es para adolescentes enamorados. Competimos, competimos por todo para demostrar ser los mejores en una estúpida competición que siempre está amañada. Si ganamos nos colocamos la medalla de oro aún a sabiendas de que es de latón con un falso baño dorado.
En mis paseos por la ciudad, veo los desperdicios de una sociedad, que cada vez es más un mercado on-line. Un mundo en el que los algoritmos parasitan la creatividad, veo cómo lo simple suplanta a lo sencillo. No es el paso del tiempo lo que me entristece, sino la falta de respeto por lo antiguo, que rápidamente se etiqueta de viejo para convertirlo en inútil. Hacemos la memoria innecesaria, convertimos el atajo en el camino, la meta en lo importante, el éxito en el único valor, confundimos el valor con el precio y preferimos lo urgente a lo importante. Las vidas son ahora como los libros, material fungible.
Veo los cadáveres de personas vivas, dormitando, esperando que alguien los despierte.