Los medios, las redes y las redes de medios repiten a coro, como las ranas de una charca, que las mantas que se colocan en la acera, esas que mágicamente desaparecen al grito de “agua, agua”, destrozan la economía. Dicen las marcas registradas que la competencia no es libre, que se pierden 45.000 empleos. Quieren que entendamos que de no existir el “top manta”, los clientes acudirían en masa a sus glamurosas y exclusivas tiendas. Allí se gastarían 6.000€ por un bolso, 1.300€ por unas zapatillas, 950€ por una cartera o 250€ por una camiseta futbolera fabricada con materiales reciclados. Podría estar así todo el día, pero se me van a romper los tirantes que me compré en el mercadillo.

La infamia está servida. De estos productos de primera necesidad dependen los empleos de profesionales respetados y bien pagados. Mantener fábricas con los trabajadores con sus derechos laborales correspondientes cuesta una lana… Ah no, en qué estaría pensado, estos objetos de enorme logotipo, son fabricados en Asia, por trabajadores semi-esclavos con sueldos de miseria. Los niños que se quedan dormidos sobre la máquina de coser sueñan con un mundo sin códigos de barras.

Todas las marcas, todas las etiquetas, registradas o fotocopiadas, pasan por las mismas factorías que trabajan con carne, hueso y piel humana. La diferencia entre el original y la copia es poca, el beneficio económico no. Un modelito se fabrica por cuatro perras y un chavico en la parte más chunga del tercer mundo. Después, se vende en la parte superguay del primero por un riñón y un trozo de tuétano espinal. Se acepta la Visa platino con diamantes. Vivan las marcas, viva la iniciativa empresarial, viva el desprecio que tienen por el dinero los clientes VIP hartos de nadar en él. Las originales tiendas exclusivas venden autenticidad a “clientes especiales”, sobre la manta se venden falsedades al primero que pase.

¿De qué color es una marca blanca?

Cómo de auténtico es lo verdadero, ahora que a Pinocho lo han dejado chato de tanto cepillarle la napia. Los gatos de escayola son de mármol de Carrara, los duros de pino Carrasco, de oro de 25 quilates y la gaseosa, champán francés. La falsedad en documento privado está tan de moda como los bolsos horteras o los tatuajes al estilo de la Yakuza japonesa. Qué más dará que una creación artística sea producto de la creatividad humana o la consecuencia de operaciones algorítmicas plagiadas. En tiempos trampantojos, lo importante no es lo que se es, sino lo que se quiere parecer.

En el gran teatro del mundo, todos representamos nuestro rol, pero no es el mundo, ni Calderón quien nos adjudica un papel, nos lo adjudicamos nosotros, fingimos nosotros. Vivimos sobre un escenario lleno de apuntadores que marcan tendencia. Aquí copia todo el mundo, no sólo los mafiosos orientales que explotan a los trabajadores. La cultura de la apariencia, la del nuevo rico, se extiende como el mosquito del Nilo, sin prisa ni descanso, contagiando a casi todos.

“A los sastres les debemos la mitad de la hermosura”, decía Lope de Vega, aunque la belleza siempre ha sido subjetiva. Sólo hay que abrir los ojos, con las gafas de sol puestas, para ser deslumbrado por el brillo del oropel ajeno. Camina erguida la sociedad sofisticada y cosmopolita: En primera línea los pudientes, la élite del taco gordo ingresado en cuentas de paradisíacas islas piratas, que se copian el estilo entre ellos. Detrás, la segunda división que copia a los de la primera, brillando con sus relojes Trolex, su ropa Dolce & Gabbina, Palentino o Emporio Armario. Qué guapas están ellas con sus bolsos de Luís Vutrón. No da abasto el repelente niño Vicente para seguir a tanta gente.  

Qué tiempos de consumo y farfolla, qué frivolidad flotando en agua de borrajas, cuanto destello de pirita de Rio Tinto, cuanta gente sucedánea. Somos los protagonistas de una tragicomedia romántica con toques de drama y Western crepuscular (aunque nunca he sabido que narices es un Western crepuscular, igual ni existe). Qué vida recauchutada, estirada, implantada, liposuccionada y siliconada, hasta los venerables calvos se están extinguiendo. Me reiría a mandíbula batiente, pero mis piños no son lo suficientemente blancos, no pasan los selenitas estándares actuales.

Los que compran falsificaciones son cómplices de las mafias que explotan a la pobre gente de países pobres. Los que compran marcas “te lo juro, te lo juro, por cualquiera de las hermanas Kardashian”, por las que pagan mil veces lo que valen, también. Los que trabajan en las tiendas más pijas del mundo se buscan la vida. Los que esparcen su mercancía por la acera, también. Los que controlan las falsificaciones son mafiosos, los que dirigen el imperio del lujo, también. Las y los Vicentes del mundo, deberían centrarse en ser y no en parecer, el resto de los mortales no deberíamos dejarnos arrastrar por tanta tontería, aunque sea nuestra naturaleza.  

No hay tanta diferencia entre gatos y liebres.