Fuentes ya no huele como antes. Podría decirse que Fuentes ya casi no huele. Ni bien ni mal. Apenas huele a nada. Eso es bueno y síntoma de que Fuentes cambió a un espacio más saludable. Los olores, como los sabores y otras tantas cosas de la vida, van con los tiempos. Muchas cosas se fueron y bien idas sean, en especial los malos olores. Muchos sabores también se han perdido o están en vías de extinción, como muchas conversaciones, costumbres y lugares. Hay cosas que no hay manera de que se vayan. Como los malos rollos. En cambio, echamos de menos el conocimiento, la profundidad y la sencillez de las relaciones pasadas, el calor de la vecindad, el olor del regazo de la madre. Nadie con dos dedos de frente echa de menos ahora el olor de los estercoleros que había en casi todos los corrales de las casas de Fuentes. Ni la fetidez de las cochineras y las vaquerizas.
Las cosas del pasado que se van, por más que se las eche de menos, casi nunca vuelven. ¿Y los olores? ¿Volverá Fuentes a oler a mierda de cochino y vaca? A la luz de la penúltima polémica que recorre las entrañas de Fuentes, muchos temen que vuelva la pestilencia de antaño, ahora en forma de planta de gas metano fabricado con toda la mierda del mundo y que irá ubicada en la Mataelvira. El ayuntamiento dice que no, pero la desconfianza recorre las venas del pueblo. No corresponde a este humilde observador dar o quitar razones ni adivinar el futuro, sino hacer, como cada lunes, la crónica de la nostalgia, que en esta ocasión viene cargada de tufos.
Polémicas aparte, lo único cierto es que hubo un tiempo en el que Fuentes estaba inmerso en una especie de nube pestilente, aunque a nadie parecía molestarle y hasta podría decirse que aquellos hedores agradaban a algunos. Eran otros tiempos. Corría una época en la que durante días y días, semanas y hasta meses, más de uno eludía exponer su cuerpo a la purificación del agua y el jabón. Lavarse más de una vez por semana podía ser considerado poco menos que pecaminoso. Lujurioso. Un baño diario podía desgastar la piel. Había quienes se lavaban una vez al año, aunque no les hiciera falta. En muchas casas, el aire del corral perfumaba desde la cocina hasta el dormitorio y desde la puerta de la calle hasta el soberao. Cuarto de baño había en pocas casas y las necesidades había que hacerlas en el corral, lo que contribuía a engrandecer el aroma de la localidad.
Era septiembre de 1980, por poner una fecha, cuando en muchas casas había mula para las labores del campo, aunque ya estaban en el ocaso por la maldición exterminadora de los tractores. En la cuadra de Alfonso Gómez, que vivía en la Carrera un poco más allá de donde don Francisco Cabrera tenía la clínica veterinaria, habitaba la mula Catalina, cuyo estiércol se lo rifaban para las macetas de las flores. Estábamos tan acostumbrados a aquello, que incluso los efluvios de los cagajones junto a los geranios y las malvalocas eran agradables a las pituitarias. Con tiempo y resignación, el ser humano es capaz de acostumbrarse a todo. A casi todo, porque en los tiempos de los cagajones, la juventud de Fuentes se resistía a hacer suyas las progresiones aritméticas y geométricas, los números complejos y el teorema del resto. Decía Antonio Gómez, hijo de Alfonso, que, si no se aprendía de memoria el teorema, el padre lo amenazaba con mandarlo a arar el campo con la planta de biometano que llamaban Catalina.
Antier, como aquel que dice, había cabras en las casas. Y cochinos y gallinas. En el Cerro, el Marsi tenía una cabra para el consumo de leche y cuando la sacaba a donde hubiera hierba iba sembrando las calles de cagarrutas. En las casas antiguas de Fuentes había cuadra para el borrico, junto a la cocina, sus aparejos, sus colleras, sus monturas... A aquellas casas solo les faltaban el niño Jesús y los tres reyes magos de oriente para ser un caminito Belén, con su paja para el borrico, las gallinas, las ovejas, el pesebre, las tinajas y la cunita. Fuentes dormía sobre los vapores de las escupideras, metidas debajo de la cama. Había un dicho en Fuentes que decía “te he visto cagar en el rueo y eso no es un detalle de artista”. El pilarillo de Fuentes fue un estercolero rodeado de viviendas hasta hace cuatro días y al que iban a parar todas las inmundicias del vecindario.
Lo que escaseaba en las casas de Fuentes eran cuartos de baño. Otros tiempos. Había que cagar en el corral o en un vasarete equipado con una tabla con agujero en el centro. Y no pasaba nada, o eso dicen los que pretenden que sigamos siendo rústicos. Dicen que nos estamos volviendo finolis. A la mierda de vaca de toda la vida le llaman ahora biomasa y a la mierda de cochino, purines. A las estercoleras les llaman plantas de compostaje y a la comida podrida le llaman residuos orgánicos. ¡Cómo se pervierte el lenguaje! Lo cierto es que pocas cosas definen tanto el avance de una sociedad como la extensión de la higiene, algo que va ligado indisolublemente al bienestar.
Lo que era admitido como algo natural hace cincuenta años no lo es ahora. ¿Volverán como las oscuras golondrinas los malos olores a Fuentes? Parece increíble que la pregunta ande de boca en boca en este final del primer cuarto del siglo XXI, en plena era de la inteligencia artificial y de la posibilidad de activar la democracia directa mediante la consulta popular telemática. Referéndum popular ya, ¿planta de metano sí, planta de metano, no? Exige el director de este periódico que las crónicas de la nostalgia estén escritas con todos los sentidos puestos en el pasado y con el corazón en la mano. En esta ocasión, la crónica está hecha con una mano en el corazón y con la otra tapando la nariz.