La semana pasada, contemplando las pinturas de Valdés Leal en el hospital de la Caridad de Sevilla, pensaba en cómo esos cuadros reflejaban el pensamiento único que la monarquía y la iglesia imponían a la población en la mitad del siglo XVII. Ahora llamamos cultura a algo abstracto que nos hace más libres y mejores. Sin embargo, las más de las veces esa llamada cultura nació con el fin de adoctrinar, perpetuar una ideología o unos modos de producción. En un abrir y cerrar de ojos (In ictu oculi)
Nace una cultura pretendidamente liberadora y termina al servicio del Estado, de la iglesia o del mercado. Este último se encarga de apropiarse incluso de símbolos revolucionaros. Igual que la burguesía se adueñó del Romanticismo, transformándolo en algo “blando” que hacía soñar a las jovencitas, haciendo desaparecer sus ideas revolucionarias, el capitalismo convirtió la figura del Che en una camiseta o un póster.
No estoy diciendo con esto que la cultura, el arte, no tenga belleza, no nos conmueva o nos ayude a vivir. El arte y la cultura son necesarios, pero no podemos olvidar esa otra cultura que nace de los pueblos, que tiene su origen en el vocablo latino “colo” que significa cultivo, sea del alma, del cuerpo, de la tierra, del trabajo y la comunidad. Esa cultura nos hace a cada una y a cada uno sentirnos de un grupo social, algo necesario porque somos seres gregarios. Somos a través de los demás, por mucho que se empeñe el neoliberalismo en imponer la idea de un individualismo feroz que nos lleva al desastre del planeta y, por lo tanto, al desastre de la nuestra especie.
Volviendo a las pinturas de Valdés Leal, me estremecí al contemplar despojos de seres que fueron figuras importantes en su tiempo, cuadros que hablan de lo efímero de las vanidades de la vida, del lujo y del poder. Ese mismo poder que era el que imponía los temas en el arte (pintura, escultura, imaginería) para perpetuarse mostrando al pueblo lo banal de la las riquezas, del poder y del placer.