Pasito a pasito, a partir de los años setenta la clase obrera fontaniega pudo aspirar al paraíso. Al menos una parte de la clase obrera. El paraíso no era otro que estudiar para maestro. Lo hizo una parte esforzada de la clase obrera y una porción notable de la incipiente clase media fontaniega, compuesta principalmente por comerciantes y mayetes. Así se fue perfilando un fenómeno social que consistió en el surgimiento de un tropel de maestros. Los compradores de todos los tópicos dicen que se hacían maestros para trabajar poco y cobrar fijo, pero la realidad era que seguían los pasos trazados por el desarrollo.

A partir de aquellos años, muchas familias de Fuentes tuvieron maestros y maestras, como las de antes habían tenido monjas, curas o militares, los pudientes, y braceros o emigrantes los no pudientes. Por puro interés. Lo mismo que había que cambiar las siembras según la demanda del mercado en cada momento. Hoy toca olivo como ayer tocó girasol, antier remolacha y trasantier trigo. Ni la fe ni las vocaciones han movido jamás el mundo. Hacerse maestro escuela fue lo más que podían aspirar los primeros que, sin ser ricos, vieron futuro algo más allá de los pupitres del instituto. Ni moda ni comodidad. Hacerse maestro era una forma relativamente accesible de trabajar en algo que no fuese trazar surcos y recolectar su fruto.

Es la evolución. Los bisabuelos, salvo excepciones, a duras penas habían salido del analfabetismo, el que salía. Las excepciones las ponían los que tenían la cartera abrigada. En los estudios primarios se quedaban los abuelos. Los padres a trancas y barrancas terminaban el bachiller. En los setenta, los hijos vieron por fin encendidas las luces de la universidad. Luces tenues aún que alumbraban a unos pocos. La opción era una carrera corta, de tres añitos, que la cosa no estaba aún para afrontar cinco o seis años de piso en Sevilla, libros, comidas, viajes... Las becas con frecuencia se quedaban cortas y no estaban aseguradas. Lograr un maestro en casa era toda una hazaña para la mayoría de las familias que se lanzaban a la aventura. Estudiar Medicina, otra de las opciones, era demasiado. Afrontar una ingeniería era todavía utópico. Esa etapa llegó, aunque bastantes años más tarde.

Por esa senda de mejora se aventuró Antonio Pruna, hijo de obrero, que antes de ser maestro cogió muchas aceitunas como jornalero y tuvo que dar muchas clases particulares de matemáticas y Física y Química. Sin tener la cartera abrigada era complicado llegar a la universidad. Auténticos héroes fueron los padres de Antonio Pruna, además del propio Antonio. Como lo fue Felipe Arropía, que “sacó” tres maestros a base de comprar y vender abono para el campo: Pepe, Aurelio y Julia. Tres maestros y un piso en Sevilla para que estudiaran. El albañil Juanito el Mirlo logró que su hijo terminara la carrera de Matemáticas, del que Manolo el Sillero decía que sabía más que un televisor.

Héroes sin un monumento de reconocimiento en plaza alguna, que tal parece por aquí que sólo los militares, los políticos, los santos y las vírgenes merecen honores. Heroica fue la gesta de Paco Barcia, que repartiendo bombonas de butano logró que su hija Chari estudiara Matemáticas. ¿Cuántas bombonas tuvo que repartir Paco para lograrlo? ¿Cuántos pelos tuvo que cortar el barbero Cristóbal Reparito para hacer maestros a sus tres hijos? Don Juan, director del colegio de la Puerta del Monte, hijo de un barbero también. Matemáticas estudió también la señorita Mercedes, de la escuela de la Estación, hija de albañil. Ladrillos y más ladrillos y sin un monumento en el paseíto la Plancha.

Narciso sacó la carrera de su hijo Narciso a base de deslomarse en el campo. Lo mismo que Paco Toledo. En Fuentes, los taberneros de toda la vida han sido fértiles cultivadores de enseñantes. Ahí están Bernadette, Paco, Antonio, hijos de Bobi Catalino. Enseñantes también, aunque no maestros, son María del Mar y Fernando, hijos de Sebastián Catalino. Como maestros son María Aurora y Pepe, hijos del también tabernero Manuel Catalina. Eran tiempos en los que las señoritas Caita y Pepita bregaban para que las niñas de la clase obrera no perdieran la oportunidad de estudiar, de alcanzar un peldaño más en la escala social. En las hermanitas de la Cruz, la hermana Inmaculada plantaba cara a la jerarquía explicando a sus alumnas la teoría de Darwin sobre la evolución de las especies.

De grandes taberneros, buenos enseñantes. La lista sería demasiado larga para incluirlos aquí a todos ellos y siempre quedaría alguno fuera. Por eso, para ir concluyendo, podría decirse que ese fenómeno es casi natural en una sociedad que avanza. Contra natura y muestra de una sociedad estancada sería que tabernero fuese el hijo del tabernero, jornalero el hijo del jornalero o maestro el hijo del maestro. En esto, Fuentes no fue muy original porque era lo que ocurría en muchos pueblos de Andalucía. Después de la cosecha de maestros llegó la eclosión de los ingenieros informáticos, los “teleco”, los electrónicos… Poco avanzaría esta tierra si los hijos de los agricultores de Almería siguiesen, como sus padres, cultivando pepinos a cincuenta grados debajo de los invernaderos.

Pasito a pasito, la clase obrera y la clase media fontaniega parece que se pusieron de acuerdo el objetivo común de tener un hijo maestro o una hija maestra. Soñaron que aquel iba a ser su paraíso, con la ventura de que, por primera vez en siglos, el sueño se hizo realidad y Fuentes se fue poblando de muchos enseñantes que al fin vivieron felices y comieron perdices. Y colorín colorado…