Ya suena la letanía de la Navidad. Cada año lo hace antes, no vaya a ser que de aquí al 7 de enero del año que viene falte tiempo y no haya ocasión de comprar. En los últimos tiempos se ha desatado una lucha por la conquista de los cielos. Es la carrera anual de la horterada, la pugna por ser el que lo tiene más grande, más brillante y más alto. El abeto, o mejor dicho un cono metálico rebosante de luces que simula una conífera, eso sí con luces led por aquello de la ecología, se ha convertido en el trampantojo símbolo del éxito municipal. Ciudades de medio pelo y centros comerciales quieren tener una larga melena que ondee a los cuatro vientos. La Nasa, la Esa y la “Cosa” han tenido que mandar al espacio gafas de sol polarizadas para que los astronautas no sufran desprendimiento de retina.
Los centros de las ciudades brillan con el color del dinero. La felicidad se vende o alquila en cómodos plazos, entre copiosas comidas de empresa y cenas familiares. Comer y beber, beber y comer, comer y comer, beber y beber, gastar y gastar es obligatorio. También lo es ser feliz. Qué más da que el océano esté repleto de tiburones todo el año, qué más da que sonrían antes de morder y sacar bocado. Ahora llega el tiempo muerto, la tregua envuelta en brillibrilli, con la melodía de Mariah Carey y los peces bebiendo en el río como banda sonora. No cabe un alfiler en el centro de la urbe.
Lejos, muy lejos del ruido y el espumillón, en la periferia, no se escuchan villancicos, ni se acaba el cava porque a la gente no le alcanza ni para para Sidra el Gaitero. En los barrios sin glamour de la ciudad no hacen falta gafas de sol para caminar de noche. Al parecer, lo de tener más o menos luces tiene que ver con la pobreza. Más de uno piensa “si yo tuviera luces no viviría aquí”; otros tantos, en los barrios ricos, esos cuyas aceras no están decoradas con cacas de perro, piensan que ellos sí tienen “luces”. Son lumbreras y por eso viven en el lado confortable de la vida. Eso es meritocracia. Muchos, la mayoría, han tenido que esforzarse en heredar para tener una vida cómoda.
Una señora mayor sujeta una vela, la luz está carísima. Aun así, con mucho esfuerzo, estruja su pensión para pagar el recibo cada mes. Pagar la luz a precio de percebe para acabar yendo al baño alumbrándose con parafina. Seguro que tiene la sensación de ser idiota, de no tener “luces”. Les pasa lo mismo a sus convecinos en los barrios populares de Fuentes, en el Cerro-Amate en Sevilla, en la zona norte de Granada y en otros barrios de esos que antes se llamaban obreros, ahora son de clase media-baja menguante y van camino de ser marginales por marginados. Todos sabemos quién es responsable. Es el Monopoly, el juego de economía “real” que convierte a las personas en fichas de colores que nunca ganan concursos de belleza ni reciben herencias, pero pueden ir a la cárcel si caen en la casilla errónea.
El eficiente dinero sabe defenderse muy bien y culpa de los cortes del suministro al narcotráfico y sus plantaciones de marihuana. Existen plantaciones en pisos, pero no es la causa principal de los cortes de luz, sino la falta de inversión en hilo de cobre. Las iluminadas compañías baten todos los records de eficiencia contante y beneficios sonantes, pero no a la comunidad. Han encontrado en la marihuana su excusa de los huevos de oro. El narcotráfico lo explica y disculpa todo (la comunidad no se entera de nada, no tiene “luces”). La señora de la vela, que pasa frio porque a la compañía le sale más rentable, que anda a tientas por el pasillo, sufraga la avaricia de despiadados gestores con master en Estados Unidos y la codicia de constructores de rascacielos de cristal en el desierto. Los ciudadanos de estos barrios feos pagan con mucho esfuerzo el recibo, pero se “va la luz“, como si fuese caprichosa, cosa del destino. Las compañías los dejan a dos velas, mientras acusan a los vecinos de narcotraficantes.
Esta señora y muchas otras piensan que de verdad no tienen las “luces” suficientes para parar una estafa de dimensiones tan gigantescas como alejadas del centro de la ciudad, donde todo es ilusión y fantasía, según El Corte Inglés y otros autores. El espíritu de la Navidad que sirve para vender turrón y cacharros electrónicos no llega a la periferia. Hay que hacer demasiados trasbordos en autobús. Todos tenemos luces y sombras, pero muchos viven en las tinieblas por culpa de los iluminados todo el año, en Navidad más aún.