De pronto se cruzaron las miradas y una luz cegadora alumbró sus vacíos. El tiempo se detuvo y la magia entró en ella como una tormenta que anuncia agua límpida sobre campos baldíos. Sus pétalos estrenaron los mejores maquillajes y los más expresivos colores; su piel, sensible al más simple suspiro, ansiaba el roce; sus labios de cereza se abrían como flores; su corazón, ya indómito, latía revoltoso de día y de noche. Prendió la chispa, se propagaron los fuegos y, juntos, arrasaron los bosques.

Un carrusel desbordante de sentidos dando vueltas de tiovivo en tiovivo. Y aunque le sugerían cordura ante las flechas de Cupido, ella, ajena al martilleo, transmutó en irresistible diana sus monerías y desvaríos…

Ella, verde fruta, ahora henchida de mimos, quiso para siempre, incluso más allá de la muerte, ser su mujer. Y él, detallista hasta en lo inadvertido, convertirse en su único espejo, su marido, su guardián, su sostén.

Hasta le gustaba que fuera celoso, que le controlara miradas y gestos, y que con sus dedos afables rebuscara bolsillos y secretos en sus bolsos. “Cosas de un amor atento y curioso”, presumía. Y después, algunas riñas y sutiles reproches a los que ella, feliz y embelesada, respondía con caricias, besos, susurros y más roces. “Así de sensible era su hombre”, se decía hacia sus adentros con sumo goce.

Los amores ciegos no saben prever, los amores locos creen lo que no ven, los amores yermos amenazan a quienes les calman la sed. Algún pequeño empujón, algún insulto menor, algunos gritos, algunas voces. “Lo siento cariño, mi amor, mi vida… no volverá a suceder…” Pero las ostias y los golpes nunca huyen, siempre vuelven, escondidos como excusas en mil maneras de ser.

Y empieza la farándula y el teatro del disimulo y la impostura. Puertas afuera, una divertida cara, sonrisas forzadas y buenas maneras, servicial con la familia y la vecindad… toca engañar, camuflar, disimular. Puertas adentro, ya sin complejos, se desquita, es una inútil, no sabe cocinar, ni vale para follar, histérica perturbada y putona maldita…

Él procura no dejar marcas y ella, avergonzada por “el qué dirán”, resiste, aguanta, nunca grita.

Y cuando todo estalla, ya no hay mañana, ni tarde, ni noche, ni madrugada, ni tregua alguna en la batalla, decidida o inesperada. Los hijos, la familia, las esperanzas, la casa… Todo se tambalea, todo estalla. Contra el aguacero del desenfreno no existen muros, no sirven paraguas.

Y los silencios cómplices se organizan en hileras de sombras taciturnas, con oídos en todas las paredes, pero mudas, afónicas o calladas. Todos se hacen cruces, acordándose de un dios siempre ausente, y se duelen, pero cierran sus puertas y ventanas… todos, todos evitan ser impelidos por los magullones de las palabras y las abatidas miradas.

Mariposa revoltosa que buscando nuevos amaneceres, acaba entre negros paños clavada con alfileres. Alondra alegre que deseando el canto acaba muda para siempre. Escarcha fresca que moja la tierra al alba y termina secando su raíz amarga. Fuente y brote de la vida que regresa reptando al manzano del olvido, mujer de luz y de seda arrastrada al callejón de los cuchillos.

Y un día todos somos convocados ante una sábana estirada. Y todos, a golpe de campanas, somos apremiados a simular con nuestras congojas. Y todos nos apresuramos a cincelar sobre una lápida fría nuestros desconsuelos e hipocresías, llevando flores y mostrando el dolor y los desvelos de la siempre encubridora cobardía.

Ninguna mujer es mujer por vivir en una cueva o en un castillo. Ninguna es una herramienta para el placer y el consumo, de usar y tirar como cigarrillos. Ninguna mujer está obligada a retener, para gusto de un descerebrado en ruinas, entre las arrugas de sus mejillas permanentes sonrisas. Ninguna alcanza la salvación, ni en la tierra ni en el cielo, por ser más retraída y sumisa. Ninguna tiene que provocar miradas incómodas y lascivas llevando la falda por encima de sus rodillas. Ninguna mujer, ninguna tiene un orgasmo fregando platos, planchando desdichas o limpiando el suelo de la cocina.

Toda mujer, toda resignada y humillada mujer, ignora los erizos de la piel y del placer, desconoce su verdadera estatura y su verdadero poder, hasta que, cansada de andar en cuclillas, levanta la mirada y se pone en pie.