Allá enfrente, la madre superiora en la puerta de un colegio recibe niños y hace el juego al vehemente cartel que proclama ostentosamente "EDUCACIÓN ESPECIAL". El cartel para lo único que sirve es para llenar el ojo al padre, para sangrar su bolsillo, para salvar su honor en sociedad. La primera vez que oí a Víctor Manuel cantar esto me vinieron a la memoria unas imágenes del Fuentes de los 50-60, las hermanitas de la cruz recibiendo en su convento-academia a las hijas de padres con ciertos posibles o al maestro organizando en el patio de la escuela la comitiva de los que aquel día iban a hacer la primera comunión. En su desfile hacia la iglesia, de dos en dos y cogidos de la mano. Primero los que iban de largo y blanco y llevan misal, rosario y banda. Detrás los que iban de largo de otros colores, con el equipo completo. Después los que iban de corto y blanco con equipo completo. Después los que iban de corto de otros colores y equipo completo. Por último, los que simplemente iban vestidos.
Si alguno de los grupos no era número par, el que quedaba suelto que iba solo, no podía formar pareja con uno del clase inferior. Algunos había que a los siete años iban por la calle descalzos y sin pantalones, puedo dar fe de ello. Esos nunca recibirían al señor. Ni el señor a ellos, por supuesto. Es posible que alguno hubiese deseado, aunque fuese por pura curiosidad, acercarse a la iglesia. Pero la iglesia no dejaba que se le acercase cualquiera, faltaría más, sobre todo con los ojos llenos de legañas, la cabeza llena de postillas, los mocos colgando y sin zapatos ni pantalones. En el Fuentes de aquellos años, los hijos de aquellos cuyos bolsillos estaban desangrados desde tiempo inmemorial no recibían, ni mucho menos, educación especial. Ni de ninguna otra clase.
En Fuentes, los ricos tenían su casino, su caseta de la feria, se casaban entre ellos para mantener el círculo de sangre y patrimonio lo más cerrado y hermético posible. Llevaban a sus hijos a colegios caros, ubicados fuera de la localidad, explotados por órdenes religiosas como un negocio más y que funcionaban generalmente en régimen de internado. Estos niños vivían permanentemente alejados del común de la chavalería, pues nunca los vi correr detrás de las murgas en Carnaval o subir en los cacharritos de la feria o la velá.
Algunos pasaban en el pueblo una parte de las vacaciones de verano, pero tenían su mundillo y por supuesto nunca los vi acercarse por la calle el Bolo, los Corrales o el Rueo. Iban limpios, bien vestidos, hablaban correctamente y jugaban a juegos que hoy llamaríamos didácticos, seguramente aprendidos en sus respectivos internados. Nunca los vi jugar al ruchito micaio, a la una anda mi mula o al salto las papas y, si veían dos perros pegados, en vez de jalear como era frecuente, miraban disimuladamente a otra parte. Las niñas se tapaban los ojos con la mano. Formaban parte de una pequeña élite de grandes terratenientes que hacían todo lo posible por mantener a su prole alejada de todo aquello que la vida en Fuentes tenía de desagradable y de lo que en buena parte eran responsables en complicidad con iglesia y estado.
Los pertenecientes a esta minoría tenían asegurada carrera, titulación y destino independientemente de su coeficiente intelectual. En el escalafón siguiente estaba un grupo tampoco muy numeroso que, como decía Machado, disfrutaban de un estatus que en otros es bienestar y aquí se llama opulencia, y contemplaban como mínimo la posibilidad de acabar un bachillerato superior que les abriría las puertas del funcionariado o, haciendo un esfuerzo, completar un magisterio y ejercer de maestros. A éstos los preparaba un tal Francisco Urbán, apodado Veneno, que tenía un cierto prestigio como enseñante en un local de la calle Cruz Verde. No sé qué cobraba por las clases, pero evidentemente no estaban al alcance de muchas economías. En épocas de exámenes, los alumnos tenían que desplazarse a Osuna con el gasto consiguiente.
En el otro extremo de la cadena estaban todos aquellos cuya perspectiva estaba limitada a asistir a la escuela del gobierno, que tenía como techo el certificado de estudios primarios. Esto servía para niños y niñas. Fuera de la cadena quedaban aquéllos cuya principal preocupación era el sustento diario. Enseñanza profesional nadie sabía lo que era y aquél que su familia podía permitírselo, para aprender un oficio se arrimaba a una carpintería o a un albañil, sin derecho a ninguna remuneración. Aprendices y criadas salían muy baratos en aquel tiempo. Con las del gobierno, con un nivel pedagógico similar, coexistían la escuela parroquial, regentada, como es obvio, por el párroco, y las llamadas escuelas particulares regentadas por seminaristas que descubrían en el último momento su falta de vocación y otros gatos de pelaje variopinto como era un tal Percañía.
Como anécdota, en lo que a la enseñanza se refiere, aún sobrevivía en Fuentes un arcaísmo personificado en un individuo apodado Golondrina que, con una maleta conteniendo algunos rudimentos didácticos, recorría los chozos, allí donde podían retribuirle sus modestos servicios en dinero o en especie, enseñaba a leer, escribir y las cuatro reglas. El libro más utilizado por este "maestro rural" era el que llevaba por título "Cuentas ajustadas". La educación entendida no como domesticación o adoctrinamiento sino como introducción al conocimiento y control de los engranajes que mueven la noria de la economía era la que daba alguna posibilidad de situarte en el lugar apropiado para recibir aunque fuera un chorrito del agua de la riqueza. Por eso, iglesia, estado y oligarcas del más brutal capitalismo ejercieron una férrea presión sobre ella, mientras pudieron.
Cuando fuerzas o influencias exteriores que no podían ignorar arrebataron a estos poderes fácticos y locales el control del mecanismo de la noria, se oyeron herrumbrosos quejidos. Llevaba yo varios años en Barcelona cuando vino a verme un alumno del Colegio Libre Adoptado San Sebastián que había sido mi compañero de mesa en los dos años que asistí al citado centro y le pregunté si aún se agrupaban los alumnos en capillitas en función de criterios económicos. Me dijo que desde que yo faltaba se habían incorporado al instituto unos cuantos alumnos de extracción humilde y que montaron una fiesta para celebrar el final de curso en la que todos parecían, en principio, dispuestos a participar, pero cuando todo estaba a punto y empezó a sonar la música, las "señoritas" se agruparon en un rincón y dijeron que no estaban dispuestas a bailar con pordioseros. Como también cantaba Víctor Manuel, me dije "no, no puede durar mucho".