La sequía, siempre pertinaz, cada vez más pertinaz, cuartea el alma de la tierra y reseca con polvo sahariano el horizonte de las personas con sueños verdes. En la ciudad el polvo es humo, es polución, micro partículas que saltan de pulmón en pulmón. El aire urbano se vuelve espeso, nube marrón que flota sobre la línea del cielo ¡Qué capacidad de ensuciarlo todo tiene el ser humano! El agua, o mejor dicho su ausencia, provoca envidias y celos, peleas, guerras.
Todos deseamos agua, o quizá no. El hostelero pone mala cara mientras mira su terraza vacía de guiris sedientos de Sol. El motero de fin de semana se enfada, pues no quemará rueda queriendo impresionar a Peggy Sue. El boy scout gimotea, pues no habrá acampada lejos de sus papás. El dueño de un lavadero de coches se esperanza con la posibilidad de que además de agua llueva barro.
Nunca hay sequía a gusto de todos.
El agricultor mira con un ojo al cielo, con el otro a Bruselas, pero no a las coles, sino a la ciudad de donde llueve el Maná. El papeleo exige más que el terruño ¡Puñetera burocracia! Conduce su tractor amarillo en manifestación hacia la ciudad. “¡Se van a enterar los funcionarios del negociado de barbechos y esquilado de la subdelegación provincial!”. Al rescate acuden los cazadores de ríos revueltos, portan banderas con el águila de San Juan, que todos creíamos ya extinguida desde la desaparición del pájaro regordete de Ferrol. La respuesta está en el cielo, piensa un capataz de pelo brillante de gomina, de la cofradía de Nuestra Señora de las Aguas, grita ¡“Al cielo con ella”! Mientras ruega en secreto que no llueva el Martes Santo y se desluzca la procesión.
Pero a la temperie le dan lo mismo las plegarias lacrimosas, llover es un verbo impersonal muy caprichoso y de nada sirve quejarse de si cae mucho, poco o nada. No le importa si le quitamos sal al agua o le añadimos azúcar para hacer Pepsi-Cola light, si bailamos zumba o la danza de la lluvia. No es democrático el clima, estamos indefensos y lo único que podemos hacer es adaptarnos. Algunos sordos como Goya, ciegos como Stevie Wonder y tontos como Abundio, creen que la lluvia tiene que adaptarse a sus deseos, es la tierra. Hay que derogar todo y volver a las minas de carbón y el nitrato de Chile. Vivimos en un vergel que se desertiza mientras plantamos mangos y regamos olivos.
De repente, mágicamente, el aire deja de ser insípido y el rotundo petricor se hace presente, el agua se adivina, huele a tierra húmeda sin que caiga una gota. San Pedro y la Virgen de la Cueva consienten y de repente llueve, llueve a cántaros, llueve que anega, llueve que da gusto. El aire se limpia, el corazón se esponja, los tractores se mojan, los políticos… ya veremos. Entre ventoleras, surgen charcos en los que meterse, el aire se vuelve melancólico, se respira humedad en lugar de humo.
Se hace de noche a la una de la tarde, el agua opaca al sol de un invierno bajo en frigorías. Debería ser como las hogueras de San Juan, la excusa perfecta para la catarsis, para deshacerse de malos rollos y renovarse. Tal vez no recordamos que casi todo nuestro cuerpo es agua; somos agua y en barro nos convertiremos. Pero la gente se queda en casa, mirando por la ventana lo que deja ver el vaho, mirando la lluvia hipnotizados, como si las gotas fuesen olas de mar o llamaradas de un fuego crepitante.
Bendita sea el agua que cae sin usura, el pelo mojado, los dedos arrugados, los cristales empañados, las gotitas en las gafas de ver, los paraguas retorcidos por el viento, las carreritas al cruzar la calle entre el tráfico atascado, limpiarse los pies en el felpudo. “¡Necesito una toalla para secarme, está cayendo unaaa…!”. Siento que sólo soy un figurante en una superproducción que paga en especie. Que el regalo es demasiado grande para alguien tan pequeño como yo, que no me pertenece, que todo esto tiene dueño.
¿De quién es el agua que cae?
Es posible que los bancos crean que también es suya, como los pingües beneficios igualmente caídos del cielo. Igual algún día consiguen que se privatice, todo es cuestión de tiempo. En el fondo de mi ser, sé que el agua le pertenece al futuro, me siento afortunado de haber vivido en un planeta todavía azul. Le estamos robando el agua al futuro, ya no será azul el planeta cuando seamos recuerdo.
La tele dice que se acabó la fiesta y que el agua caída da para regarme las macetas. Lorenzo brilla sobre los campos que no han podido embarrarse. Esperaré ansioso como Georges Brassens, los torrenciales arrebatos que me traiga la próxima tormenta, a ver si hay suerte y renazco.