Un día de hace años, al tiempo que me encontraba sumergido en la etapa más desconcertante de mi vida, la adolescencia, surgió en mí un sentimiento de orgullo gratuito de pertenecer a un grupo, a una sociedad; comencé a sentirme adulto. Me incorporaba a un mundo en calidad de ciudadano en una balbuceante democracia, que aún no se había desembarazado del fétido aliento de la dictadura.
Todo era nuevo, las chicas que estudiaban en mi instituto, a las que no me atrevía a hablar por pura timidez, mi cuerpo cambiante, la pelusilla de debajo de la nariz, mi voz que cambió para siempre… Un nuevo mundo asomaba y mi generación estaba dispuesta a comérselo a bocados. Fue entonces cuando tomamos conciencia de que la uniforme España que nos habían contado no era tal. Los del norte habían convencido al resto de que ellos tenían una cultura propia, eran diferentes del resto. Pertenecían a comunidades históricas, el resto no.
Así que no sólo éramos más pobres, no sólo estábamos a merced del paro, sin carreteras ni hospitales, con niños sin escolarizar. Tampoco teníamos historia, ni cultura propia o ajena, ni siquiera sabíamos hablar correctamente castellano. Éramos del sur, de abajo, una tierra de indolentes, de vagos instalados en la frivolidad. Mano de obra barata para surtir a unas fábricas que siempre estaban en el norte. Se repartieron las cartas en Madrid y a Andalucía le tocó el papel de bufón, de hacer reír a las gentes de tierras más refinadas.
Pero los chavales de mi barrio escuchábamos a Carlos Cano “Verde, blancaaa y veeerde”. Sonaba la música de Triana en el radiocasete y los chavales de mi barrio, escuchábamos a Jesús de la Rosa en andaluz. Sentíamos que sí teníamos historia, que teníamos cultura propia. No éramos menos sólo porque lo dijesen los mismos que nos habían convertido en una parodia. Este era un sentimiento compartido por la inmensa mayoría del pueblo andaluz.
¡Ah, “si en vez de ser pajaritos fuésemos tigres de bengala”!
Era nuestro momento y no podíamos desaprovecharlo. Cansada, muy cansada, la gente se echó a la calle para impedir la estafa que trataba a Andalucía como a una especie de Castilla del sur. En Sevilla resonaba la voz de Iñaki Gabilondo diciendo “siéntase orgulloso de ser andaluz”. Le sobraba razón porque había vergüenza de ser de “abajo”. Éramos un pueblo, siempre lo hemos sido, pero lo habíamos olvidado. Éramos españoles sin pedigrí; había granadinos como yo, sevillanos, cordobeses, gaditanos, jienenses, pero no andaluces…
Ha costado mucho tiempo y esfuerzo empezar a ser respetados en el resto del estado, casi tanto como para convencernos a nosotros mismos de nuestra valía. Mucho amor propio para hablar sin imitar a los locutores de Radio Nacional, usar nuestro léxico, sesear y cecear, recortar las eses finales sin agachar la lengua. Conseguimos jugar en primera, más pobres que el resto, sí, pero con influencia, la demografía obliga.
Los jóvenes no saben lo que costó, creen que todo fue automático; lo que nada cuesta, nada vale. No saben nada de nuestra historia porque nadie se la ha contado. Ondea la bandera, suena el himno cada 28F, pero muchos desconocen lo que significa. La Arbonaida está colgada obligatoriamente en las escuelas y en los centros de salud, pero es una más entre cuatro, como si fuese una póliza en un documento en el que hay más timbres y tampones.
No le ha interesado nunca una Andalucía “libre” a los poderosos de facto de las Españas, que tuviésemos conciencia de ser. Pero sí una sumisa, domesticada y adocenada región. Quizá por eso en los medios hoy se repite región, región, región. Quieren convencernos de que no somos “Andalucía, por sí, para España y la humanidad”. Que no construimos un estado desde hace siglos, sino que somos un trozo, un cacho, un pedazo. Somos el excipiente de un medicamento, pero no su principio activo.
Hoy no hay agua para Doñana, pero sí para los fresones. No hay trabajo para los sanitarios a no ser que lo encuentren en la sanidad privada; hay un millón de enfermos en lista de espera. No hay dinero para la educación pública, pero se subvencionan colegios privados. Seguimos siendo los líderes de la pobreza. El presidente de nuestro parlamento invoca a Blas Infante para luego hablar de Andalucía como la garante de la unidad de una España que no se rompe. En Canal Sur se defiende lo más rancio y casposo de nuestra tierra y vuelven los complejos y las eses.Vuelve a ser de catetos hablar en andaluz. Lo “nuestro” se reduce a una rancia y espesa salsa folklórica cargada de tópicos.
“Viva el arte y la grasia”. Dice la campaña publicitaria de la Junta este año que "Somos líderes en sacar una sonrisa". Los que se abrazan a la bandera que antes despreciaban nos están desactivando, eso sí, con una sonrisa que recuerda a la de otro régimen. Recibimos golpes por debajo del cinturón, con los puños bien hidratados, mientras se grita ¡viva Andalucía! Todo muy moderado.
Siento la tierra bajo mis pies, la misma que humedecieron durante siglos con su sudor miles de mujeres y hombres trabajadores y grito como en los lejanos años ochenta: ¡Viva Andalucía libre!