Las calles de la infancia eran aquellas que, empinadas, las intentaban transitar los años subidos en viejos carros descompuestos, donde solo era joven la verdura fresca recién arrancada de los huertos. Eran calles de casas con zócalos tristes, casas sin timbre donde una puerta, siempre abierta, esperaba que un golpeteo de manos en el aldabón o una simple voz nos anunciara que alguien se colaba hasta el corral, o que algún cartero nos trajera un recuerdo envuelto en una enigmática sorpresa postal. Unas cartas con remite de Barcelona o Madrid deseando salud y que cumpliésemos muchos años más. Unas humildes y torpes letras de caligrafía escritas desde la lejanía y el dolor, y que siempre comenzaban anunciándonos, para borrarnos desde las primeras líneas toda preocupación, que nuestra familia emigrada estaba bien “gracias a dios”.
Las calles de la infancia son aquellas que nunca te dicen adiós y, lo mismo que una madre, esperan siempre, sin condiciones ni reproches, que algún día vuelva al nido aquel gorrión que voló, para acabar de abrigarte con el último abrazo que, como un desconcertado interrogante, en el aire quedó.
Los campos de la niñez eran un manto de lucecillas amarillas, pequeñas y apacibles que se confundían con las verdosas malvas. Eran unas tierras de pastos secos en verano, que recorríamos palmo a palmo buscando venturosos el elixir de la felicidad, aquel néctar jugoso que creíamos que nunca, nunca se nos perdería de entre nuestras pequeñas manos. Eran unos prados que nos parecían inmensos de humedales por donde corría el arroyuelo serpenteante sobre el que sanábamos nuestras heridas de niños pobres de los arrabales.
Ahora, en las esquinas de la quebrada memoria aún se refleja el tenue brillo del agua que corría por el arroyo del puente blanco y la lejanía cercana de los pinos, cuando aquel espacio de juego arenoso e ignoto era un territorio comanche que, una vez al año, el jueves lardero, nos dejábamos arrebatar por los otros…
Ahora ya no se juega al palitroque y los trompos dejaron de dar vueltas y vueltas. En la alameda no se asoman las marituertas, no se juega a la lima, ni se esconden los niños en las casapuertas. Ahora no se escuchan voces por las esquinas. Ahora los carabineros no se cogen de las manos para cazar niños y niñas, y ningún agujero en la tierra espera canicas. La calle ahora está desierta y sobre sus adoquines no se balancean sogas, ni los elásticos se estiran entre canturreos, faldas cortas y piernas tiernas.
Las canastitas de refrescos y cervezas han dejado de ser monedas con las que traficábamos para deshacernos de nuestras miserias y tristezas. Los cromos descuidaron sus colores encerrados en olvidadas cajitas repletas… Las casitas de muñecas y las tómbolas callejeras fueron derribadas por el paso del tiempo y su inexorable piqueta. La china a la pata coja del uno al diez ya no encuentra ningún pequeño y desgastado zapato que le suelte un traspié.
Dejamos de soñar y volar cuando en el aire desertaron de planear las destartaladas cometas como águilas hambrientas. Se perdieron finalmente todas las piezas de aquel hermoso rompecabezas. Los campos de la niñez eran algo mágico y especial, que nos sugería, sin saberlo entonces, que hasta lo previsible podía ser sorprendente y sobrenatural.
Los amigos de entonces siempre significaron el apoyo, la amistad, las peleas y las “pedrás”. Aquellos de los que recibíamos lecciones de vida, invalorables entonces porque la sangre desbordada no te permitía valorar. Éramos el equipo de fútbol que ganábamos espectaculares copas hechas de latas mohosas y cuencos de yogures mejores que cualquier trofeo de cualquier Mundial. Éramos la tribu de la choza a las orillas del gran río, un hilo de agua que corría entre pedruscos y malas yerbas, y donde atracaban nuestros invencibles y acomplejados navíos. Éramos la banda que nos tragábamos de un sorbo todo el aire del ruedo, los que perseguíamos a los pájaros picardeados, con quienes convivíamos a diario como furtivos escopeteros con las mirillas torcidas. Una cuádriga de milicianos que fabricábamos nuestros tiradores y espadas como armas contra las injusticias de la vida.
Con esfuerzos, todavía recordamos con mucha ternura aquellos días en que concluimos que ya no se podía cargar más con el fardo que llevábamos en nuestras tiernas espaldas, y entonces nos llamábamos cien veces por las calles, por los patios, corrales y murallas, y nos mirábamos cómplices para animarnos, darnos fuerza y prometernos amistad eterna. La vida ya empezaba a exigirnos y no podíamos caminar de espaldas a ella.
Y así, la calle de nuestra infancia dejó de ser el universo de nuestra felicidad inagotable, convirtiéndose de pronto en un recuerdo sepia agonizante. A aquello, a todo aquello le llamábamos calle. Calle desbordante de rayos y truenos en cada noche, preñada de lunas llenas durante el día. Calle hoy tan desalentada, tan lánguida, hoy tan vacía.
A aquello le llamábamos calle. Calle revoltosa, cansada de pisadas, afónica de griterío. Calle hoy sorda, triste de juegos, juegos a solas, sin amigos. Le llamábamos calle. Calle abajo, calle arriba, calle a deshora sin importar la mañana nublada, ni la tarde fría, ni la noche impenetrable de densa oscuridad. Calle hoy sin niños y sin niñas, calle sin horizontes, calle sin salida, aciaga calle de ciudad. Calle y campo, calle y ruedo, calle y plaza, calle y corral. Calle princesa, calle nobleza, calle melancolía, calle amigos de verdad.
Hoy calle prostituida, calle abandonada, calle mentira, calle entre barrotes de ordenadores, calle tristeza de tanta soledad, calle apresada, calle en un celular, despojada de vida, sangrada de savia, calle consola, calle virtual. ¿En qué charcos, hoy, se ensucian y aprenden nuestros niños y niñas? ¿Sobre qué baldosas saltan para alcanzar la pubertad? ¿Dónde, dónde están? La calle y sus juegos, la más rica herencia que nos dejaron nuestros padres y que hoy nuestros hijos se niegan a heredar.