La relación entre los que se fueron del pueblo y los que se quedaron no es del todo fluida. Algo no anda bien y no es sólo por culpa de la distancia física. ¿Qué es? Puede ser que el pueblo haya cambiado. Puede que el emigrante se haya vuelto diferente con el paso de los años. O es posible que haya habido roces fruto de las actitudes de uno y de otros. Lo cierto es que, por regla general, la incomprensión contamina las relaciones. Este artículo trata de analizar, sin ánimo de agotar el tema, algunas posibles causas.
Con el tiempo, el pueblo cambia. El emigrante también cambia como resultado de su nueva experiencia vital. Cambian las costumbres, las relaciones, los intereses, las inquietudes... Esos cambios son todavía mayores si entre los que se fueron y los que se quedaron median cientos, miles de kilómetros. El desencuentro puede estar originado por una o por varias de esas causas y puede deberse a todas ellas a la vez
Un primer dato a tener en cuenta es que el emigrante ha de volver al pueblo como un ganador o, por lo menos, aparentar que ha logrado un estatus mucho mejor del que tenía cuando se fue. Éste es un principio universal del fenómeno migratorio. Pocos, por no decir ninguno, vuelve al pueblo con los bolsillos vacíos. Da lo mismo que sea de visita o para quedarse. Precisamente de este principio nace uno de los mayores desencuentros que existen entre los que se fueron del pueblo y los que se quedaron. Es el tropiezo originado entre quienes tienen que llegar al pueblo haciendo ostentación del éxito logrado y quienes les reciben sintiendo, tal vez, que esa actitud les ningunea.
Hay una frase popular que resume muy bien lo anterior: "Mira ése, se fue muerto de hambre y ahora viene dándose aires de marqués". La aparente arrogancia de unos y el orgullo herido de los otros han generado históricamente no pocos tropiezos entre quienes se marcharon y quienes se quedaron. Tropiezos que no habrían sucedido si unos y otros hubiesen sabido que es natural que el emigrante necesite mostrar el resultado de sus esfuerzos, la recompensa que le sirve para justificar tantos días de sinsabores en la lucha por la supervivencia.
Es paradigmática la imagen del emigrante que, en los años 70, viaja de vacaciones desde Alemania al volante de un Opel Taunus, por supuesto de segunda mano pero de aspecto aparente, vestido con flamante pantalón de pana y unas buenas gafas de sol, el codo sacado por la ventanilla y la mirada desdeñosa. O el más modesto que viaja desde Barcelona al volante de un Seat 600, pantalón de campana y el cuello de la camisa sobre la solapa de la chaqueta. Ha conseguido comprar el "Seíta" y lo ha mejorado con ruedas de aleación, a base de muchas horas extras. El emigrante recorre más de mil kilómetros en pleno mes de agosto, sudando y peleando con el radiador del "Seíta", para volver con su gente.
Y entonces, viéndole entrar por la Puerta del Monte, algunos de sus paisanos exclaman despectivamente "¡ya están aquí los comepollos"! Les llaman comepollos porque durante las vacaciones en el pueblo arrasan los corrales de la familia. El emigrante trata de agradar (y mostrar su nuevo estatus económico) pagando rondas a todo el mundo. Muestra lo bien que le va en su nueva vida, lo moderno que se ha vuelto, el chapurreo de su nuevo idioma. Lo que no sienta bien a muchos. Las cervezas y las copas se adornan de comentarios presumidos, de alardes jactanciosos... Lo que peor sienta es que el emigrante vuelva hablando fino. Es la prueba irrefutable de su "traición". A partir de ahí, el choque está servido.
Como consecuencia de esos desencuentros, pasados los años, el emigrante siente que cada vez pertenece menos al pueblo donde nació. En Alemania le recuerdan que es español y en Andalucía le llaman "alemán" cuando llega de vacaciones. Independientemente de lo que él sienta, hay muchos elementos externos que se ocupan de recordarle a un fontaniego que es "un andaluz" cuando está en Cataluña y "un catalán" cuando está en Fuentes. A ese proceso de extrañamiento, de ser y no ser, nunca logra sobreponerse del todo y muchos acaban conviviendo con dos identidades, una de nación y otra de adopción. Dos potentes imanes le atraen y le repelen según la dirección en la que mire. Unas veces le sopla el levante y otras le sopla el poniente. Y muy a su pesar, unos días le gustan las cosas de la ciudad donde vive y otros días le gustan las cosas del pueblo donde nació.
Ese estar en tierra de nadie y de todos le ocasiona al emigrante nuevos problemas, especialmente en tiempos de polarización política, como el actual, dado que pocos admiten matices en los posicionamientos. Esto es válido de forma patente para los que residente en Cataluña, la mayoría de los fontaniegos. Precisamente porque conoce la complejidad social y política, el emigrante tiende a mantener posiciones flexibles. Comprende a unos y a otros. Pero eso tiene poca aceptación ahora. La polarización exige una decantación calara y simple, sin matices. De visita en el pueblo, trata de que sus paisanos comprendan al otro, pero no logra otra cosa que agrandar la distancia que ya sentía.
¿Entonces, de dónde es el emigrante? De ninguna parte, probablemente. De donde él se sienta, por supuesto. Y de su infancia grabada a fuego en la memoria, sin duda. Eso no quita que muchas veces se considere más fontaniego que muchos de los que se quedaron y, a fuerza de sentir añoranza, más andaluz que muchos andaluces. Será porque el emigrante va dejando por todos los lugares que pasa una parte de sí mismo y porque sólo cuando después vuelve a recorrerlos, a recrearlos, siente que culmina el sueño de su propia identidad. Contradictoria identidad labrada a fuerza de lucha contra los elementos y contra sí mismo. Compleja identidad en un mundo que tolera mal los matices, la disidencia y el libre albedrío. Emigrantes en su propia tierra.