Haciendas y cortijos combinan las estancias señoriales de enorme riqueza con la sobriedad de la función productiva para la que fueron construidos. El señorío es la parte palaciega de cortijos y haciendas y destacan sobre todo los que tenían molino de aceite, en cuyo caso es posible encontrar estancias de sofisticada factura artística, recia decoración campestre, pintura costumbrista y, con frecuencia, mobiliario de estilo romántico. (Ver el capítulo I de esta serie sobre el patrimonio arquitectónico andaluz)
Sevilla, Cádiz, Córdoba y parte de Huelva salvaron en parte el patrimonio arquitectónico rural que representan los cortijos, haciendas y lagares. Algunas fincas mantienen su edificio más representativo. Suelen ser latifundios pertenecientes a las grandes familias, bien de la nobleza -las casas de Alba, del Infantado (Castillo de la Moclova), de los Medinaceli, de los Medina Sidonia...); bien de la burguesía (los Ibarra, los Domecq, los Urquijo, los Osborne... Los últimos años se observa la llegada al campo de nuevas fortunas, empresas y personalidades del espectáculo atraídas por la prestancia que da poseer una finca con señorío.
Hay haciendas en Sevilla, caserías en Málaga o casas de viña o cortijos de toros en Cádiz que nada tienen que envidiar a las villas venecianas. No en vano, muchos propietarios solían ser ricos comerciantes italianos. Maricruz Aguilar, profesora de la Escuela de Arquitectura de Sevilla, pretende demostrar con un estudio que originariamente las paredes de las haciendas no eran como ahora blancas, sino como en el Véneto, ricamente decoradas con pinturas al fresco.
Otros fueron fundados por las órdenes religiosas que emprendían misiones en América y compraban una explotación agrícola cerca del puerto de Sevilla que les asegurara el suministro de aceite y vino. A una distancia no superior a un día de camino en carro proliferan las haciendas históricamente ligadas a los Jerónimos (El Esparragal) o a los Jesuitas (San Miguel de Monte Lirio, antiguo hospicio pagado por la diócesis de Buenos Aires). En aquella época no quedó orden eclesial sin un convento que les alojara en la capital, y en la provincia, buenas fincas que surtieran sus despensas del viejo y del nuevo mundo. Medio centenar de estos establecimientos religiosos hubo en las cercanías de Sevilla, que llegó a tener 300 haciendas importantes, de las que apenas queda una treintena con valor arquitectónico.
El elemento más característico de la hacienda de olivar era el molino, que junto al patio del señorío hacían girar toda la vida. El mecanismo solía ser una enorme viga de madera, con la cabeza en la torre de contrapeso, cuyo interior se conocía como capilla, y el pie rematado en un tornillo sin fin. En medio, cerca de la cabeza, se depositaban los capachos con su carga de masa triturada de aceituna. El peso de la viga exprimía el aceite, que corría por las regatas hasta las tinajas y allí, de forma manual, aceite y agua seguían distinto destino. Esas torres de contrapeso, casi siempre con aspecto exterior de mirador, son los elementos más visibles de las haciendas. Quedan muy pocas haciendas que conserven la viga. En su momento fueron sustituidas o destruidas y hoy son codiciadas piezas de museo.
Las haciendas, localizadas en su mayoría en el valle del Guadalquivir, son notablemente más señoriales que los cortijos. También los cortijos destinados a la cría de toros bravos, localizados mayoritariamente en Cádiz, y la producción de vino, en el marco de Jerez y Montilla, cuentan con destacables señoríos. Los edificios ligados a las grandes fincas pueden tener su propia capilla, elemento que en tiempos denotaba la influencia de sus propietarios.
La Iglesia se hacía rogar para reconocer esos oratorios privados, a los que el cura más cercano acudía a decir misa para los señores y empleados del cortijo. La señora de la casa y sus hijas asistían a la ceremonia desde un balcón en la primera planta con celosías que las reservaban de las miradas curiosas de la plebe. Los hombres, con zahones los caballistas, los segadores con el sombrero de paja entre las manos, fumaban en la puerta de la capilla. En todos los cortijos y haciendas suele ser el lugar más fresco debido a la permanente penumbra, a la abundancia de cerámica trianera en sus paredes y a las altas cúpulas en arista de sus techos.
Es frecuente que las haciendas cuenten con una portada decorada con elementos de ambición culta, espadaña o torre mirador, pináculos de cerámica trianera y veletas de hierro, pero con un claro predominio de arquitectura popular, a veces de rasgos neomudéjares, y con frecuencia, neobarrocos. El cortijo es más austero, pero destaca su interés de arquitectura rural. Es el tipo de construcción rural más extendido en Andalucía debido al tradicional predominio del cereal.
De ahí que a veces, por extensión, se llame así a cualquier edificación del campo andaluz. Pero los cortijos tienen una fisonomía muy concreta, aunque con rasgos que varían según cada zona. Comúnmente tienen un conjunto de estancias levantadas para atender las necesidades productivas del cultivo de cereales. Como en la cultura árabe, el edificio se cierra al exterior por altos muros blancos y la vida interior se organiza alrededor de los sucesivos patios, por lo general empedrados para facilitar el paso de las bestias que servían en las labores del campo. La arquitectura contiene casi siempre elementos que reflejan, en su estructura o en su ornamento, el poder de quien levanta un edificio. Eso ocurre sobremanera en el campo andaluz, mundo tremendamente jerárquico.
Al anochecer, espadañas y miradores elevan al cielo sus alturas en el horizonte plano de la campiña. Las sombras se proyectan sobre las tierras de albero donde los mastines se sacuden la pereza de la tarde. Y con la oscuridad, el silencio de los cipreses balanceados. Es la hora del sosiego, la lectura o el paseo en la penumbra de las veredas del algodón, todavía en flor y pronto blancos como la nevada.
Noches bajo un firmamento intenso, en una tierra ruda, que producen una vida que a trompicones va, de salto en salto, entre los sueños y las realidades. Entonces no queda más remedio que tumbarse sobre el rastrojo, extender brazos y piernas en cruz, flotar en un mar de estrellas o enloquecer de luna llena. Puede que así le encuentre a uno la primera luz del alba, los labios con sabor a rocío. Y el canto del gallo, si lo hubiese en las estancias cercanas. Las tórtolas arrullan, pasan los estorninos silbando como balas.
(El domingo 16: Las catedrales del campo andaluz: lenguaje de un mundo extinguido)