Bajo un cielo inmenso, deslumbrante, sólo cortado a lo lejos por la línea del horizonte, la chicharra utiliza su tozudez de violinista loca para alcanzar dimensión de elefante. Todo el campo es chicharra. Alguna alondra levanta el vuelo de entre los rastrojos cuando se acerca un remolino empeñado en subir del secarral paja y polvo para los bueyes del firmamento. Tierras andaluzas de secano, estampa de cortijo. Tierras onduladas de olivo, porte de hacienda. Verdes campos de vid, planta de lagar.
La arquitectura rural de Andalucía, tan rica en matices, se agosta como los trigos en verano. La transformación de la vida en el campo, el definitivo abandono de los cortijos, lleva a la ruina un patrimonio cultural de incalculable valor. Las edificaciones urbanas son mimadas, las rurales, abandonadas. Dejadas a su suerte, por lo general. Mala suerte. Sólo unos pocos edificios se salvan, transfigurados en hoteles o salas de celebraciones, gracias a la cercanía de las grandes ciudades.
El abandono generalizado de los cortijos empieza a partir de los años cincuenta, primero por la diáspora de la emigración y después por los cambios que provocó la mecanización. Unos años antes, el campo registró el auge de mundo rural que trajo consigo el empobrecimiento que siguió a la guerra. Los mayores estragos del abandono los sufrieron Almería, Granada (la zona de Guadix y la Alpujarra) y las montañas de Málaga. A esta última llegó luego la marea de cemento con el turismo, que arrasó todos los edificios rurales cercanos a la Costa del Sol.
Cerrados a cal y canto, fortaleza del señorito muchas veces defendida con armas en la mano, estuvieron los cortijos durante siglos. El fenómeno del turismo rural ha hecho que muchos estén abiertos y sus propietarios deseosos de recibir visitas. Toda Andalucía está sembrada de cortijos, aunque los de mayor atractivo se localizan en las provincias de Cádiz, Sevilla, Córdoba y Málaga. Es también en estas provincias donde abundan más los que se pueden visitar y hasta disfrutar por haber sido convertidos en hoteles o establecimientos para celebraciones. Las direcciones, fotografías y hasta los precios de muchos de ellos están en Internet.
Hace calor en el secano y en el regadío. El verano es así. En el secano, más porque escasean las sombras donde aliviarse del plomo que cae sobre la sesera. Por eso cuando aparece un cortijo en el camino produce la misma sensación de alivio que un oasis en el desierto. Un espejismo. La larga tapia encalada detrás del celofán de la calima, las palmeras en el cielo, la cascada de buganvillas sobre el blanco de los patios, el pozo con la carrucha, la soga y el cubo de zinc.
Campo, campo, campo, entre los olivos, los cortijos blancos. Cómo enmendar al maestro Machado. Los cortijos eran característicos del cereal, no del olivar. A la hacienda le corresponde el olivo, la torre de contrapeso, la viga, el tornillo sin fin, los capachos rezumantes de grasa, las alcuzas lustrosas, las tinajas enterradas. Al cortijo que sienta bien el trigo, la era, los sombreros de paja calados hasta las cejas, los ojos deslumbrados, la piel cuarteada, el trillo en la solana, los hombres aventando al atardecer.
Todo eso era antes porque ahora el campo andaluz, más que de cortijos o haciendas, está sembrado de las cicatrices del tiempo. Aquí y allá aparecen edificios desmochados, las vigas partidas, las tejas saqueadas, las ventanas arrancadas de cuajo, las barbudas palmeras torcidas, el pozo sin brocal ni herrajes. A su lado es frecuente encontrar modernas naves hechas de módulos con techo de zinc, donde los agricultores guardan la maquinaria y los aperos de labranza.
Naves funcionales, pero horrorosamente feas. El campo se ha quedado mudo. Lo decía sentado en el jardín de su casería de Antequera el poeta José Antonio Muñoz Rojas. Mudo porque ni pájaros se ven ya por los campos. Cosa de los herbicidas, fertilizantes, desfoliantes... Mudo y solo. Los pocos jornaleros que se ocupan en las tareas del campo terminan la peonada a media tarde y se marchan al pueblo hasta la mañana siguiente.
La mecanización del campo y los coches han deshumanizado la tierra, ya sin secretos. Despojada de los misterios de la infancia. Un erial tecnificado. La vida del campesino era dura, pero era auténtica. Había quien nacía, crecía y moría en el cortijo. Después descansaba para siempre bajo una tierra de la que, sin haber sido nunca suya, conocía todos sus pálpitos. Se trabajaba de sol a sol por un jornal de nueve gordas y, después de la cena, muchos trabajadores tenían que conformarse con echar un jergón en cualquier sitio para pasar la noche.
A veces amanecían enroscados en el suelo del patio donde la noche anterior prendieron la lumbre y la tertulia. En el cortijo El Esparragal, de Gerena, había noches en las que el pajar cobijaba a más de veinte gañanes. Otros dormían en los patios o bajo un chopo. Los privilegiados se hacían un colchón de foñico (hojas secas de maíz) más mullido que la paja, pero también ruidoso y urticante. Por la mañana salían a arar en todas direcciones decenas de cuadrillas de hombres al mando de 60 yuntas de bueyes o otras 30 de mulos. Un centenar de mujeres, jaraneras y malhabladas, participaban en los trabajos de escardado.
En cambio, los señoritos casi nunca vivieron en los cortijos. Algunos pasaban los meses de la cosecha en las haciendas y esporádicamente en las casas de viña. Los “Santos inocentes” hace tiempo que desaparecieron de los campos de Andalucía. Si los señoritos no van al campo y los jornaleros huyen después de la peonada, ¿quién queda en esas enormes estancias rurales de Andalucía? Nadie o casi nadie. En las que aún no se han hundido, sobreviven algunos caseros fuera del tiempo.
El campo de ahora es absolutamente distinto al de antes. Por eso han devenido inútiles los graneros, los tinados, las cuadras, los patios, las vigas de prensa de los molinos de aceite, las tinajas, las gañanías... La consecuencia es clara: el abandono y la ruina de los edificios, muchos de ellos de enorme valor cultural. Amenazados de extinción, vienen a ser el lince ibérico de la arquitectura popular andaluza. Representan la excepción andaluza, una de las principales aportaciones exclusivas de esta tierra, aunque de incierto futuro precisamente por eso, por ser edificios inadaptados, inútiles, condenados.
Sólo el desconocimiento existente sobre su valor explica que esos edificios no hayan sido tratados con el mayor mimo. Para paliarlo, la Junta de Andalucía ha realizado un extenso inventario, con el título de “Cortijos, haciendas y lagares”. Un equipo de la consejería de Obras Públicas ha visitado 20.000 edificios rurales y catalogado unos 2.000 que merecen especial atención.
Los coordinadores del estudio, Magdalena Torres y Fernando Olmedo, califican la situación de “dispar”, con provincias como Almería, donde el abandono de los edificios es muy importante, y provincias como Cádiz y Sevilla, donde el grado de conservación es mayor. La única razón es la rentabilidad de la tierra: donde aún tienen cierta utilidad, son conservados; donde no, la ruina cae sobre ellos.
A la hora de la chicharra, con el sol en su cénit, la quietud se adueña de todos los rincones de la hacienda. El aire fuera del oasis es irrespirable y avanzar por la gelatina del campo es como nadar contracorriente. Pero dentro hace una temperatura agradable, fruto de la vegetación, de las fuentes que borbotean en los patios y de las gruesas paredes de tapial que en verano guardan el fresco y el calor en invierno.
Es el momento de la siesta, que vendrá seguida del café con madalenas o dulces de almendra, cidra y ajonjolí, servidos junto a la alberca, entre cipreses y naranjos. Un aire monacal se respira en las galerías con cuadros alumbrados por las ventanas del patinillo. Al atardecer se levanta la brisa por el calentamiento de la tierra. Al subir, el aire cálido provoca remolinos en los campos y anuncia la bajada de la temperatura. Los gorriones, divertidos, forman algarabía, las golondrinas acuden a los aleros por la imperativa llamada de los retoños. Haciendas decoradas con tinajas que en vez del aceite de antes rebosan ahora gitanillas. Naranjos, limones luneros, palmeras, buganvillas, margaritas, pilistras (aspidistras), helechos, romero, espliego y hierbabuena.
El próximo domingo: Catedrales del campo andaluz (II)