Hay días en los que Gaia se enfada, ruge y se estremece y sus criaturas contemplan su propia insignificancia. Herida, tal vez de muerte, le sube la temperatura, la piel se le agrieta y tose asfixiada en humo. Los insectos que la habitamos creemos tenerlo todo controlado, todo está a nuestra disposición, como si el universo hubiese sido creado en nuestro honor. Pero la madre es a veces madrastra y parece querer vengarse y dejar de consentir nuestra existencia. A La Tierra le da lo mismo una forma de carbono más que otra, nació del fuego, la presión y el tiempo y eso es justo lo que no soportamos. Cómo va a poder imaginar cuánto tiempo son veinte años una mosca común si sólo vive 28 días. Tan débiles como estúpidos, queremos dejar nuestro nombre escrito en la arena de la playa, pero el mar decora la arena a su antojo y no le gustan los grafitis.

Los vendedores de crecepelo se empeñan en convencernos de la eficacia de su timo, ofreciéndonos a precio reducido, el principio activo de la felicidad eterna en el que la vida es un bufé libre y gratuito en el que todo está incluido. Niegan que después vendrá el camarero con la factura. De momento hacemos gala de nuestra condición de depredadores de lo que es gratis, ensuciando todo lo que tocamos con nuestras grasientas manos. Menudo paraíso de adanes y evas hemos creado, en el que los tíos somos el centro de todo y hasta las mujeres son un subproducto de nuestros huesos, pero de la parte chunga, la que desvirtúa nuestra bondad natural, la culpable de todo. Un mal necesario para satisfacernos en la cama y para perpetuar nuestro linaje sin parangón. En ese mundo creado por enérgicos trileros y cobardes troleros, la verdad es una propiedad privada, que se compra, se vende o alquila por días.  

Así son las cosas, así de rápido se consume todo, así de rápido se olvida todo. Olvidamos quienes somos, de dónde venimos, olvidamos que somos primates inmigrantes venidos de África, capaces de unirse y hacer lo mejor, capaces de unirse y hacerle la guerra al vecino para defender privilegios de tiranos. Levantar banderas, muros de odio por ignorancia. Me río del muro de Berlín, del de Israel, del de el Sahara Occidental. La bandera más despiadada es la del dinero, que con mentiras justifica traiciones y asesinatos. No hay mayor droga que el poder que proporciona el dinero, el único dios verdadero. El sueño de todo mediocre es mirar con desprecio desde una columna al populacho y hay más mediocres que insectos.

A Gaia, naturalmente, todo esto le trae sin cuidado, se sacude el polvo que cría siempre que quiere. La gente, la normal, de la que se habla en abstracto, la de los tantos por ciento y las estadísticas, con sus pequeñas vidas domésticas y su microeconomía, paga el pato que se comen los estilitas en sus columnas de mármol ¿Y ahora qué? ¿Hay culpables? El planeta no, desde luego ¿Y si fuesen los visionarios prohombres que se han hecho de oro robándole caminos al agua? ¿Y si fuesen sus criados?  Los que recogen las migajas, los topos infiltrados en la política que dicen hacerlo todo por el pueblo, pero lo hacen todo por sus amos, los que le echan la culpa a otros topos, los de la apocalipsis inminente, los que niegan una apocalipsis, esta sí de verdad, lenta pero inexorable, los que siguen capando al cerdo para que reviente de gordo.

El clima cambia, lo dicen los que saben de esto, lo ponen en duda los que saben de todo, los privilegiados por nacimiento, los superdotados genéticos, los que no se andan con cataplasmas, los que sí se andan con chiquitas, pero para acosarlas. Se van a morir igual que todos, pero no se lo creen. Mientras los de los maletines, los que hacen de los cauces secos panes que no se pueden comer, enladrillan la piel de la tierra no dejando que respire. La gente, la que cultiva la tierra, la que levanta ciudades de ladrillo con sus manos, la que pierde la vida y la hacienda en un minuto salvaje, paga la ambición de los que niegan la realidad de un planeta enfermo. Paga los sueldos de los que deberían evitar que los bribones del taco se salgan con la suya y  también pagan los medios de comunicación que deberían informarlos en lugar de hacer propaganda.

Los que quitan el barro, los que extravían sus recuerdos en blanco y negro bajo los escombros, los que pierden su lugar, los que apilan su vida en la acera, los que pierden lo imperdible, se preguntan que “por qué son carne de yugo”. De vez en cuando, quizá porque no queda más remedio, el ser humano se vuelve humano y palabras pasadas de moda como solidaridad, generosidad, compasión y empatía, hacen que la rabia no se apodere de uno del todo.