Mi infancia, como la de muchos, está marcada por la tele. La caja tonta había sustituido al fuego del hogar en torno al cual se reunía la familia, pero a diferencia de éste, la ventana mágica impedía la conversación. La televisión en blanco y negro con una sola cadena había creado un sentimiento de pertenencia colectiva que hacía que todos usáramos las mismas frases hechas, que cantásemos las mismas musiquillas publicitarias. A través del aparato marca Iberia podía asomarme a otros mundos que se extendían más allá del microcosmos de mi barrio. Cierto es que a veces lo que veía no me gustaba nada. El domingo era el día de ir a misa, de ponerme la ropa que me impedía ejercer de niño, del ladrillo de La Casa de la Pradera y de (siguiendo la tradición española) dejar los deberes escolares para el último momento. Tocaba hacerlos con la “música” peñazo del fútbol de fondo.

Tuve mucha suerte porque en la tele también ponían cine mudo, me reía mucho con Charlot, Buster Keaton, Harol Lloyd, con El Gordo y El Flaco… También ponían dibujos animados. Uno de mis favoritos era “Los Autos locos”, liderados por el mayor villano previo a Dar Vader. Pierre Nodoyuna era un bellaco que además de ser un gabacho estirado, vestía con los colores del Barça, aunque como detestaba el fútbol, para mí eso no tenía ninguna connotación. La particularidad de este personaje es que, aunque planificaba todas sus fechorías meticulosamente, siempre se le volvían en contra. Su “fiel” perro Patán se reía tratando de ocultarlo llevándose una mano a la boca, mientras dejaba escapar una risa contenidamente asmática.

Patán se convertía así en mi alter ego, riéndose del juego sucio de su amo. En esa serie, al contrario que en la vida real, siempre había justicia poética. En los terribles años que vinieron después se dieron situaciones parecidas, pero trágicamente auténticas. De nuevo la tele daba la noticia de que a un etarra le había explotado la bomba que estaba instalando mientras la activaba. Cada vez que ocurrió esto, yo oía la risa silenciosa de Patán. No me gusta la muerte, ni siquiera la de los criminales, pero pienso en las bombas que les explotaron a los etarras y en las personas que no murieron asesinadas, en las vidas que siguieron su curso.

Dramas aparte y salvando todas las distancias de las que soy capaz, siempre me causa risa salir indemne de la celada de algún villano. Es indisimulable la sonora, gratificante, la bendita risa que me provoca ver cómo el agresor sale perjudicado. Será por torpeza o por ineptitud hasta en la malicia o porque la gentuza siempre cree estar por encima de las reglas establecidas, el hecho es que su fracaso es mi éxito. He sufrido, supongo que como todos, los ataques cobardes y sibilinos de más de uno. El modus operandi siempre es el mismo, no levantan la voz, ni hacen aspavientos, al contrario, sonríen como las azafatas del “Un, Dos, Tres” o la de un vendedor de seguros. Las formas son más suaves que el Bálsamo Bebé, tanto como las de los curas que hablan en prosa como si lo hicieran en verso y dan la mano fofa. Suelen insistir en lo listo, lo trabajador, lo formal, hasta en lo guapísimo que es uno. Lo dicen sin dejar de sonreír, ni sobrepasar los decibelios permitidos en una biblioteca monástica, con los ojos amables, poniendo cara de buena gente.

Es normal que uno se confíe. A fin de cuentas, pasan por ser amigos, se esfuerzan en caer bien. Pero a mí, con los años, tras sufrir traiciones, golpes, afrentas y desdenes, me pasa como a Teodoro, el personaje de “El perro del hortelano” de Lope y me repito a mí mismo:

“No me agrada este favor

sobre enojos y sospechas;

que quien honra las rodillas,

cortar quiere la cabeza”.

Pasamos por la vida despreocupados, es la única forma de vivir. Lo contrario, vivir en el miedo permanente es despreciar el tiempo que nos queda. Pero a veces noto un picorcillo en la espalda e inmediatamente me palpo con la mano, rogando por no encontrarme el mango de una navaja de Albacete clavada entre los omoplatos. A veces el escozor proviene de cicatrices de heridas anteriores y me alivio pensando que sobreviví.

El mundo está lleno de Pierres Nodoyunas, conspiradores que dedican sus esfuerzos, deseos y pensamientos a la intolerancia envidiosa, a hacer la puñeta. Destruir es mucho más fácil que construir. Echo de menos los tiempos de mi infancia, en la que los malos lo parecían, en que gracias a la inconsciente visión de un niño, todo el mundo era bueno. Echo de menos la candidez. Ahora cada vez que me acerco a una esquina, me retiro. Nunca se sabe quién puede estar acechando al otro lado. Solo espero oír la risa susurrante de Patán cuando alguien quiera atacarme por la espalda otra vez.