San Juan acaba al alba con el primer canto del gallo. La noche en casa de Juan Cachete, el negro herrero, se ha hecho corta no porque sea la del solsticio de verano, sino porque los asistentes querían que la fiesta hubiese durado tres noches seguidas. La noche de san Juan en casa de Juan Cachete no tiene altarito de San Juan, sino eco flamenco con altar compuesto por silla de enea, guitarra y palmas. Las paredes devuelven el eco de una bulería en vez de estampitas de san Juan. Parece enteramente una fiesta pagana, anterior al cristianismo, una zambra gitana sin gitanos o un ritual de tránsito a un nuevo ciclo de vida. No tiene la fiesta lebrillo en el que meter la cabeza, sino el agua-ardiente que destapa el tarro de las esencias del cante jondo y el fuego subiendo a la cabeza para desatar la explosión de los sentimientos.

Aunque mucha gente no lo sepa, hubo un tiempo en el que Fuentes tenía dos fiestas de san Juan. Una se sembraba las calles de altaritos, pétalos de rosas y estampas del santo, con profundas raíces paganas mutada a religiosa, y otra que batallaba por conservar su sabor primero, bulliciosa, popular y atea, rito de comunión con los sentidos, purificación mediante los efectos del agua y el fuego, una manera de dejar atrás la energía negativa, el sacrificio en honor del ciclo natural acabado inmolado en el altar de los dioses de la alegría y del arte flamenco. Agua para purificar y fuego para transitar a una nueva vida. La exaltación de la alegría.

Cada año en estas fechas hay que recordar el día de Juan Cachete, san Juan Cachete, el negro herrero que hizo de su onomástica una ocasión para celebrar la vida que el verano trae siempre bajo el brazo. Por bandera, la alegría de estar vivos. La única que realmente importa y es capaz de mover multitudes. Cien amigos, sin distinción ninguna, reunidos para transitar juntos de la primavera al verano alrededor de un puñado de flamencos, ataviados con un vaso de vino, una copa de aguardiente o un cubata. Y el guiso de carne de cochino preparado por Esperanza Martín, la que todos los años se pegaba la pechá de trabajar en los fogones para mayor gloria del Cachete, su familia y sus amigos. Todo sea por la alegría del barrio la Rana, en inicios, y más tarde en la Alameda y en el chalé del camino de Tierras Nuevas.

La fiesta de san Juan Cachete tenía, entre otras virtudes, el poder de concitar apariciones sobrenaturales. Un año se apareció allí el Peluca, un cantaor de Lora que ostentaba la extraña habilidad de compaginar el cante flamenco con la venta de melones. Actuó a su gusto el Peluca y cuando dio por terminada su función, preguntó "¿aquí quién paga?" y como nadie hizo amago de echar mano a la cartera, añadió "pos tol´mundo a comprarme los melones". El hombre despachó allí mismo una carga de cuarenta o cincuenta melones que en un instante encontraron aquella noche mejores alacenas que las del loreño. Andaban ya bien regadas de destilados las meninges de los celebrantes de san Juan Cachete. Otras veces se aparecían alcaldes y señoritos, codo con codo con jornaleros, albañiles, carpinteros y fontaneros. No consta que el señor cura hiciera amago de asomarse.

El santo herrero era poco dado a arrimarse a los curas y si creía en Dios, nunca lo dijo. Aunque algo debe de haber, que es lo que dicen para quedar bien los santos ateos. San Juan Cachete, de apellido León y conocido en los aledaños del carnaval como "maestro Perdigón", debe de estar en el cielo preparando para mañana la gran noche para disfrutarla con el cante flamenco de Zacarías, José el Clarín, Federico Villanueva y su esposa Lola, así como el Niño las Coles, mimados con los acordes inagotables de la guitarra del Mane de Carmen Hidalgo. Bebiendo, cantando y bailando hasta que el gallo les anuncie el alba.